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El lápiz se mantiene inerte sobre el suelo, al igual que la hoja del cuaderno que sigue en blanco a falta de algo que la llene. No hay nada. Hace tiempo que no hay nada. La noche se detuvo y la oscuridad se quedó estática en el aire, así como el frío, así como todo.
Leandro sigue inconsciente en la enfermería después de su ataque, y mentiría si dijera que, a base de lo que pasó hoy, no he ido a verlo al menos un momento. Lo hice, claro que lo hice. Y me quedé casi dos horas viéndolo dormir gracias al sedante que le habían administrado. Viendo como su respiración pausada y suspiros vagos se convertían en el único sonido que escuchaba. Lo notaba allí, dormido, tranquilo. Sus pupilas se mostraban en calma, dejándome saber medianamente que no estaba soñando nada. Tan solo dormía, descansaba como, lo sabía, no lo habia hecho en semanas. Volví a preguntarme a qué quiso referirse con lo que me dijo en la biblioteca, volví a ahondar dentro de mi caótica cabeza y buscar una razón para todo aquello. Buscar una razón para su desconsuelo.
Recuerdo que había tomado su mano, sentir lo tibia que estaba y la calidez que me proveía. La sensación de seguir alejándome menguó un poco, permitiéndole a un ser deshecho respirar por un breve momento. Ahora, la angustia que habia sentido por mi hermano se habia quedado en pausa, tal y como todo lo demás. Ahora, solo quedaba la idea de que sería mejor si iba a verlo.
Necesitaba verlo.
Porque no podría dormir sabiendo que estaba en aquella fría habitación solo. A Leandro jamás le gustó estar solo. Si no estaba acompañado o siguiendo a Beca, estaba con alguno de sus dos hermanos. Antes, incluso yo habia sido una opción. No en los últimos días, no en los últimos meses. Y quería saber. Era egoísta de mi parte pensar que podría sacarle la respuesta si seguía gritándole, si seguía presionándolo hasta que explotara como siempre lo hace. Sin embargo, hoy lo habia hecho. No frente a mí, claramente. Frente a nadie, en realidad. Y lo que aquello dejó se sintió desgarrador.
Un Leandro pidiendo perdón, un Leandro sufriendo, un Leandro gritando de dolor.
Y seguía siendo egoísta.
Y me odiaba por ello.
Suspiré y pasé las manos por mi rostro para quitarme el letargo que me cubría. En sus respectivas camas, Phin y Beca se habían quedado dormidas hace tanto, mientras que yo di vueltas y vueltas hasta terminar sentada sobre el frío suelo y con la luz de la luna iluminándome escasamente los pies. El resto de la habitación seguía sumida en penumbras, penumbras que yo usaría para salir y llegar hasta mi hermano sin ser vista. El sentimiento de que algo falta se hace cada vez más grande, más incontrolable y no me deja respirar con total tranquilidad. Una parte de mí cree que, si solo lo observó lo suficiente, su imagen me dará la respuesta que tanto quiero y necesito.
Me levanto del suelo y miro hacia las camas de Phin y Beca. Dos imágenes distintas, porque mientras Beca duerme derecha y de lado con la frazada hasta la barbilla, Phin parece estar nadando en estas mismas. Sonrío inconscientemente, sintiéndome un poco mejor sabiendo que aun las tengo. Que, posiblemente, siempre las tendré. Porque a pesar de la forma en que actúo, siempre están seguras de que son importantes para mí. «Su ego no les permitiría pensar otra cosa»
Tomo un abrigo del closet intentando no hacer mucho ruido y decido colocármelo en el pasillo. En este, la luz es tan escasa que apenas puedo ver mis dedos frente a mis ojos. Me estremezco, no por el frío, sino en lo expuesta que me siento. Una caricia helada me recorre la nuca y ahogo un jadeo. Avanzo antes de que el miedo y la paranoia me congelen por completo. Atenta a cada sonido posiblemente existente, mis pies mantienen un ritmo constante y seguro hacia mi destino. Acaricio la pared a mi lado mientras voy avanzando, impidiendo que mis pensamientos inoportunos tomen el control.
Únicamente me doy cuenta de que la hermana Catalina está sentada junto a una lámpara tejiendo y sonrío divertida. Seguramente, aquel intento de abrigo quedará con una manga más grande que la otra. Continúo sin darle más atención y subo las escaleras que me llevaran hacia Leandro. El pasillo que da a la enfermería también se encuentra en un completo silencio, vacío en realidad. Respiro profundo y me permito creer que, esta noche, la oscuridad está de mi lado.
Que vuelve a ser una de mis aliadas inesperadas.
Llego a la enfermería y abro la puerta. También vacía o, al menos, de indeseables. Porque, casi al final de la habitación, veo el cuerpo tendido de Leandro. Camino hasta llegar a él y me le quedo observando. Su pecho asciende y baja por su respiración y sus ojos… sus ojos están cerrados hasta que ya no lo están. Pego un sobre salto y cierro mis manos en puños por el susto. Leandro me mira sin hacer o decir nada. Me obligo a relajarme, tengo que relajarme.
—No deberías estar despierto —digo, rezando porque no sienta la ansiedad en mi voz.
Él sonríe suavemente.
—Y tú no deberías estar aquí —retruca, ganando la contienda.
Sonrío también, aliviada de pronto. Aunque ese alivio se convierte rápidamente en lágrimas atascadas en mis ojos.
—Lo siento —susurro, porque quiero y debo hacerlo. Tal vez fui yo quien desencadenó esto, tal vez fui yo quien lo empujó a no respirar por un momento.
Tal vez, siempre fue mi culpa y solo fui un tormento. La niñita que lo veía como su salvavidas, la tonta enferma que solo consistía en un peso en su día a día. Tal vez por ello me habia estado alejando, tal vez se habia cansado de soportar y vivir con mis miedos.
—No tienes por qué disculparte, Ada —dijo, tendiéndome una mano temblorosa.
La acepté, claro que lo haría. Siempre lo haría.
Me senté en el espacio libre en la cama y miré un punto muerto en las sabanas. Sin saber qué hacer, sin saber qué decir. En mis planes no estaba la parte en la que él estaba consciente. «En realidad, ni siquiera tenía planes».