|El encierro de la novicia|
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†Adeline†
La tormenta no cedía. Y habia comenzado desde hace días.
El padre Gregorio habia venido esta mañana a verme, pero a pesar de sus intentos por entablar una conversación, mi silencio continuó siendo sepulcral. Apenas comía y, si lo hacía, era solo para evitar ver los gestos preocupados de mis amigas. No podía continuar un día más de esta forma, sin saber nada de él. Sin saber nada de nada. Mis nervios me carcomían y los rayones en las hojas de mi cuaderno estaban desgastando la mayoría. Las pesadillas se convirtieron en continuas y ninguna se iba con la venida del día. Era como si ellas, en su infinita crueldad y sabiduría, supieran todos los secretos que se me escondían y trataran de burlarse de mí al enseñarme imágenes inconclusas y recuerdos que ni siquiera sabía que tenía.
La mayoría eran sobre él.
Y todos terminaban en un final que, más de una vez, me hicieron gritar.
Las ojeras aumentaron y los temblores en mis manos empeoraron. Phin trataba de mantenerme distraída cuando podía, haciéndome compañía. Pese a salir para ir a mis clases, no era suficiente. Necesitaba salir, necesitaba respirar o sentía que podría morir. Y no sabía si Alessandro volvió a cambiar las pastillas, pero como el efecto desgarrador que sentí la primera vez que las ingerí no sucedió, se lo agradecí. A pesar de todo… a pesar de todo.
Por otro lado, la madre superiora no volvió a visitarme desde hace cuatro noches. La última vez, solo se habia quedado mirándome con una expresión pensativa y hundida. Como si el hecho de que estuviese allí no fuese parte de su normativa. Al final, se fue sin emular palabra y no volví a saber de ella. No me preocupaba, sino que me aliviaba. Después de los golpes recibidos por su mano, el poco aprecio que sentía hacia la desgastada mujer desapareció. En su lugar solo quedaba un vacío que luego vería con qué llenar.
Por el momento, me preocuparía más en llenar aquellos espacios que tenía vacío desde hacía años.
Respiré hondo, viendo la lluvia caer con fuerza del otro lado de la ventana. Las nubes sobre el cielo eran tan oscuras que no parecían ser más de las doce del día y menos de las cinco. Los truenos eran escasos, pero los que llegaban a resonar lo hacían con toda la fuerza disponible en su arsenal. La imagen destilaba furia, odio, rencor. Podía sentirlo palpitar en el fondo de mi corazón, alimentando y tentando a aquella bestia salvaje que aún no sabía cómo denominar. ¿Fuerza de voluntad? ¿carácter? De cualquier forma, ahí estaba. Y me gustaba.
Lo único malo era que seguía encerrada.
«Como debe ser» dijo una de ellas y una sensación nauseabunda me invadió.
Cerré los ojos.
«No» pensé yo, contestándole y contradiciéndole. La mayoría de las veces me habia abstenido de hacerlo, puesto que eran mucho más fuertes al contraatacar.
Sentí una punzada en mi cabeza y todo a mi alrededor perdió nitidez, mis piernas se sintieron desfallecer, pero logré sujetarme de la mesa de noche antes de caer. Dejé mi sitio frente a la ventana y fui a sentarme sobre mi cama. «No se siente bien», «nada se siente bien». Estuve a punto de tapar mi rostro con una almohada para gritar cuando escuché la cerradura —la que le habían puesto— de la puerta ser manipulada y, segundos después, la figura del padre Joaquín se vio a través de esta abierta. Me quedé quieta, con las manos sobre la almohada, apretándolas inconscientemente.
—Puedes bajar la guardia, lo sabes ¿verdad? —inquirió con un tono calmado y tranquilo.
Me obligué a tranquilizarme inspirando hondo. Destensé mis dedos estirándolos y soltando la almohada mientras el hombre cerraba la puerta tras de sí y caminaba hasta sentarse frente a mí, en la cama de Phin. Jugó con una de las tantas decoraciones que la castaña le habia puesto en los postes de la misma y me miró.
—El padre Gregorio cree que podemos levantarte el castigo —habló, tomándome desprevenida. Sin embargo, no dejé que fuese lo único que me consumiera. Fruncí el ceño, desconfiada —. Solo me pidió que hablase contigo antes de tomar una decisión definitiva.
—¿Y la madre superiora? —pregunté, a sabiendas que a la mujer no podía agradarle aquel cuestionamiento.
O tal vez no le importaba, no lo sabía. De todas formas, un par de palabras eran demasiado fáciles de creer cuando, entre líneas, puedes leer a tu libertad. Solo tienes que recordar que todo contrato tiene sus letras pequeñas, aquellas que esperan no veas.
El padre Joaquín miró hacia la ventana e hizo una mueca. Supuse que estaría preguntándose lo mismo que yo hace rato. ¿Cuándo pararía el diluvio? Y la respuesta parecía demasiado lejana como para siquiera suponerla. El hombre soltó el aire en sus pulmones y volvió a dirigirse hacia mí. Sus ojos castaños brillaban cansados, preocupados. Y no sabría decir si era por mí o algo más lo atormentaba en las noches. Nunca entendí por qué una institución tendría dos curas juntos, pero las monjas siempre me habían dicho que él venía de parte del gobierno. Velaría de que todo funcionara sin peros.
—Ella… no se encuentra en condiciones de votar en esta cuestión —respondió, moviendo los dedos con nerviosismo. Abrí mi boca para preguntar el porqué, pero él se adelantó a pararse y hablar otra vez —. El punto, Ada, es que puedes volver a tu rutina de antes si respondes una simple cuestión —me interrumpió, y yo no tuve que escuchar aquella cuestión para saber a qué se refería —. ¿Qué hacías en su habitación? Y no me mientas diciéndome que fuiste a dejar un recado, porque no voy a creerte y tu oportunidad de cortar tu castigo en este momento desaparecerá con un soplo.
Sellé mis labios, mirándolo. Decir la verdad no era una opción, jamás lo era. Pero pasar un día más en esta habitación sin poder salir a mi antojo me estaba volviendo más loca de lo que ellas ya me habían dejado. Estaba contra la espada y la pared, o contra cuatro espadas que me cerraban todos los puntos de escape. De cualquier forma, eligiera lo que eligiera, sangraría. Y la herida no sanaría.