|El despertar|
†
«Tengo que seguir corriendo, tengo que seguir escapando. Y ni siquiera soy consciente de qué estoy huyendo. Pero allí está. El constate empuje del instinto, de su voz que me grita que, por nada del mundo, me detenga. Hacen que mis piernas se muevan, que ignore el dolor que se crea con los raspones proporcionados por las ramas que se entrecruzan en mi camino y que ni siquiera piense en parar.
Porque debo seguir corriendo, debo seguir escapando.
Solo que ahora soy consciente de qué estoy huyendo.
Un chillido antinatural surca el bosque, la noche es espesa y oscura y, en el cielo, ninguna estrella se vislumbra. Escucho el graznido de un cuervo, el animal alado me mira desde su posición privilegiada y canta por sobre el sonido que aún retumba en cada lugar. Una rama me araña, traspasa la tela del suéter y llega a mi piel. Me quejo. El ardor es otro incentivo para no detenerme, me hace saber que voy en la dirección correcta, una prueba por parte del universo que alimenta mis fuerzas. El chillido vuelve, escucho una respiración agitada detrás de mí y las hojas y ramas secas por el invierno romperse bajo el peso de lo que sea que me persigue.
Y yo corro.
Escapo.
Mis pulmones me duelen con cada respiración y siento la energía que me mantiene con vida agotarse. Frente a mí, los arboles crean la escena de la boca de un lobo. Una que está ansiosa por engullirme y hacerme desaparecer. Y entonces la veo frente a mí. Me sujeto de un árbol para detenerme y poder cambiar de dirección en plena carrera. La misma sombra, el mismo espectro, abre sus fauces y el chillido antinatural vuelve a surcar mi entorno. Y chillo. El sonido traspasa y se clava como dagas en mis oídos. Intento taparlos y, al perder el equilibrio, termino cayendo.
Ruedo un par de metros por sobre el suelo, llevándome ramas y raíces contra todo mi cuerpo. El dolor es insoportable, pero se hace sordo ante aquel que se clava en mi sistema auditivo. Siento la viscosidad de la sangre llenarme las manos y el aire frío se convierte en una daga que se clava dentro mío. Boqueo, moviéndome sobre el suelo, arrastrándome para no quedarme a su merced. Lloro, suplico, grito un nombre que debería ser prohibido.
Pero nadie viene, nadie acude a mí. Y entonces la criatura me toma de los tobillos y comienza a arrastrarme. Grito de nuevo en busca de auxilio y siento como la sangre se impregna en mi boca y se mezcla con la tierra. Intento sujetarme de las raíces que encuentro, clavo mis dedos en la tierra en vano. Esa cosa continúa arrastrándome sin ningún tipo de consideración. ¿Por qué lo tendría? De todas formas, va a acabar con mi vida. ¿Qué diferencia hay entre una muerte rápida y lenta cuando el final siempre es el mismo? Sufrir un poco más no sería demasiada divergencia.
Pataleo, lucho, pero todo lo que gano es que, de un solo movimiento, me gire y me haga verlo de frente. Las sombras lo rodean, mantienen oculta su verdadero rostro. Todo lo que veo con claridad son dos ojos oscuros, abismales. Se inclina hacia mí y mi pánico crece, chilla en modo de advertencia antes de comenzar a arrastrarme de nuevo.
—No, no, no. ¡Suéltame! ¡Suéltame! —lloro y me retuerzo. Lo pateo, araño el suelo, ruego.
De pronto, otras manos me sujetan de los hombros y la criatura gruñe en dirección a su nuevo oponente. Cuando miro, me encuentro con sus ojos celestes y su rostro aniñado.
—Basta —dice, me dice. No se dirige a mí captor, sino a mí. Lara me ve furiosa —. ¡Basta! —me grita.
Y la escena cambia.
Sigo en el bosque, pero mi cuerpo ya no duele. En cambio, solo queda el frío y la confusión. Frente a mí, un espejo desentona con todo el lugar. Me reflejo en él, o eso creo. Porque entonces mi reflejo se mueve, ladea su cabeza y me mira con el ceño fruncido y la nariz achinada. En sus ojos, en mis ojos, veo decepción y algo de pena. Las ganas de cubrirme me invaden y la vergüenza que siento a causa de su mirada es tanta, que deseo bajar la mía y clavarla en el suelo.
Pero ella no me lo permite.
—No lo necesitas —dice, y su voz retumba por todo el bosque.
Trago con fuerza y respiro hondo.
—Lo sé —contesto, y es verdad.
Ella me mira confundida y un pájaro negro se posa sobre el marco del espejo. Grazna, me llama, me observa con sus pequeños ojos negros y aletea sus alas. El mensaje es claro. No hay tiempo.
—Entonces, ¿por qué lo esperas? —pregunta sin entender por completo.
Sonrío con cierta tristeza y miro al ave negra. El vacío duele dentro de mi pecho y me recuerda que, poco a poco, me voy quedando sin tiempo. Debo poner algo en su lugar o, en cambio contra mi voluntad, ellas dominaran.
—No quiero hacerlo sola —confieso.
Una mirada apenada es la que me dirige, como si yo fuese una simple adolescente que no es lo suficientemente valiente como para afrontar todo lo que llega por si sola. Y no lo soy, no quiero serlo. He perdido demasiado como para seguir haciéndolo. Y a pesar de que ella me obliga a fortalecerme, no quiero hacerlo sin la certeza de que, cuando despierte, él estará para sostenerme.
—Somos su salvación, somos su perdición —dice, digo. «No soy parte de ellas» pienso, y lo creo. Mis ojos se cierran y oigo al cuervo graznar al tiempo que el viento sopla. El canto eterno de las hojas me adormece y mi piel hormiguea ante su poder —. Sácalas de tu mente —demanda antes de que mi consciente despierte.»
†
La liberación llegó dos días después. Dos días en los que no volví a saber nada de Alessandro y, ciertamente, no me atreví a preguntar por él a Beca o Phin. Ambas habían estado actuando como si yo fuese de cristal, conteniendo todo lo que decían o hacían frente a mí. En las clases tampoco lo vi, ni en los pasillos cuando la hermana Catalina me escoltaba de nuevo a mi estúpido encierro. Encierro que se terminó cuando el padre Joaquín entendió, tras más visitas, que no diría nada si él no lo hacía primero. Y como ninguno estaba dispuesto a ceder… terminó haciéndolo él, pero de otra forma.