Mientras surcaban los cielos de regreso al palacio imperial, la mente del príncipe Kendrick era un torbellino de maquinaciones y ardides. Su determinación por arrebatar el trono a su padre se había convertido en una obsesión que consumía cada fibra de su ser. La sombra de Erick, su hijo y potencial rival, se cernía sobre él como una amenaza latente que debía ser neutralizada antes de que fuera demasiado tarde.
El paisaje bajo sus alas se transformaba con una rapidez vertiginosa, transitando de las exuberantes junglas a las imponentes montañas que custodiaban la capital imperial. En el horizonte, las majestuosas torres de cristal y oro del palacio se erguían orgullosas, reflejando los últimos rayos del sol poniente en un espectáculo que habría cautivado a cualquier dragón. Sin embargo, Kendrick permanecía impasible ante tal belleza, su corazón corrompido por la codicia y el rencor que lo carcomían por dentro.
Al aproximarse al Gran Santuario, una visión sobrecogedora se desplegó ante sus ojos. El edificio palpitaba con una energía ancestral y poderosa, como si fuera un ser vivo y consciente. El resplandor del Rubí Imperial se había intensificado de manera alarmante, proyectando un halo de luz escarlata que parecía rasgar el firmamento y alcanzar las mismas estrellas.
Descendiendo en la plaza frente al santuario, Kendrick se preparó para enfrentar lo que el destino le deparara. Su resolución era inquebrantable: no permitiría que ningún giro del hado le arrebatara lo que consideraba suyo por derecho divino. Estaba dispuesto a desafiar a los mismos dioses si era necesario para asegurar su lugar en el trono.
Con un rugido ensordecedor que hizo estremecer los cimientos del santuario, Kendrick avanzó hacia la entrada, decidido a confrontar a su padre y reclamar su lugar en los anales del imperio dragón. Sin embargo, justo cuando se disponía a cruzar el umbral, una barrera de energía roja surgió de la nada, bloqueando su paso de manera inexorable.
La frustración se apoderó de él al reconocer esta fuerza misteriosa que ya lo había rechazado en ocasiones anteriores. Cada intento de atravesar la barrera lo había dejado exhausto y vulnerable, requiriendo la intervención sanadora de su padre. Consciente de que no podía permitirse tal debilidad en este momento crucial, Kendrick se detuvo en seco, sus garras arañando el suelo de mármol con furia contenida.
El príncipe dragón se encontraba ahora en una encrucijada, atrapado entre su ardiente ambición y las poderosas fuerzas que protegían el santuario. ¿Encontraría la manera de burlar esta barrera mágica y cumplir sus oscuros designios? ¿O acaso el destino tenía preparado un giro inesperado para el ambicioso Kendrick? Solo el tiempo lo diría, mientras el sol se ocultaba en el horizonte, sumiendo el imperio en una noche cargada de incertidumbre y peligro.
Desde su posición, Kendrick contempló con una mezcla de asombro y horror cómo el pequeño príncipe Erick, apenas un dragoncito en sus primeros años, había logrado convocar a todos los jóvenes príncipes y princesas del vasto imperio. La escena que se desplegaba ante sus ojos era de una belleza sobrenatural y etérea: diminutas figuras escamosas de un caleidoscopio de colores flotaban grácilmente en el aire, unidas por delicados hilos de luz que convergían en Erick y en el corazón palpitante del santuario imperial.
La magia ancestral vibraba con cada latido de los corazones de los jóvenes dragones, creando una sinfonía de poder primordial que resonaba en las paredes de cristal del recinto sagrado. Las ondas de energía mágica se expandían en círculos concéntricos, haciendo tintinear suavemente los cristales y llenando el aire de una melodía celestial casi imperceptible. Kendrick comprendió, con un escalofrío de temor que le recorrió desde la punta de la cola hasta la cresta, que este acto no solo protegía a los herederos de los diversos clanes, sino que los situaba más allá del alcance de cualquier intento de manipulación o usurpación de poder.
El gran guardián del Rubí del clan imperial, una entidad casi mítica que pocos ojos mortales habían contemplado, se manifestó como una presencia imponente e intangible. Su aura de poder absoluto dejaba claro que no permitiría que nadie, ni siquiera el ambicioso Kendrick, interfiriera con este vínculo sagrado que se estaba forjando. "¿Y ahora qué voy a hacer?", se preguntó Kendrick, sintiendo que sus planes meticulosamente trazados se desmoronaban como un castillo de arena ante el embate implacable de la marea del destino.
—Sí que es poderoso nuestro hijo, querido —escuchó la voz de su esposa, rebosante de orgullo maternal y felicidad genuina. La princesa plateada observaba maravillada cómo Erick no solo se conectaba con el santuario imperial, sino que también establecía un vínculo sin esfuerzo aparente con el santuario del clan de plata, casi tan poderoso como el del propio clan imperial. El aura del pequeño príncipe brillaba con una intensidad cegadora, fusionando el rojo imperial con destellos de plata pura.
Kendrick se volvió hacia su esposa, luchando internamente por mantener una expresión neutral que ocultara la tormenta de emociones contradictorias que lo consumía por dentro. El resplandor plateado que emanaba de ella, mezclándose armoniosamente con el aura roja y plateada de Erick, era un recordatorio constante y doloroso de la noble herencia que fluía por las venas de su hijo, una herencia dual que él mismo no poseía.
En ese momento, Kendrick se encontró en una encrucijada existencial. ¿Debería abandonar sus ambiciones egoístas y abrazar el destino glorioso que se perfilaba para su hijo? ¿O persistiría en sus oscuros designios, arriesgándolo todo en un intento desesperado por alcanzar el poder que tanto anhelaba? Mientras el ritual mágico alcanzaba su clímax, bañando el santuario en una luz multicolor, el futuro del imperio dragón pendía de un hilo, tan frágil y brillante como los que unían a los jóvenes herederos en su danza celestial.
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Editado: 12.12.2024