El día en que mi reloj retrocedió

16. La historia de un riñón

En algún momento de nuestra vida estudiantil, a un grupo de niños ricos sin nada mejor que hacer, se les ocurrió la brillante idea de jugar con los sentimientos de algunas niñas a las que consideraron presas fáciles con la única finalidad de pasar un buen rato, "probar su hombría" y hacer reír a aquellas a las que deseaban ganarse a toda costa, como si fueran un trofeo de carne cuya finalidad era la de darles un estatus que el dinero no podía comprar.

Esto valió para que unos meses más tarde, los directivos de la escuela decidieran dividir el patio de recreo de cada edificio con una larguísima malla metálica, justo por el centro, con la finalidad de hacernos sí o sí seguir la siguiente regla:

"Los niños y las niñas decentes no juegan juntos"

Por supuesto que antes de que aquello sucediera, todos los niños éramos libres de pasearnos por aquí y por allá, entre los patios de todos los edificios, cruzando los jardines mientras perseguíamos una pelota o sentándonos formando una rueda bajo el espeso follaje de un árbol, para platicar... y sin el mayor de los problemas.

Así era como me las ingeniaba para ir a comer con mi hermana cada recreo sin falta, pues me había propuesto a mi misma ser la mejor hermana mayor en el mundo, ya que conocía muy bien las consecuencias de no serlo.

Iba por ella a su salón "el de las catarinas azules" como lo habían nombrado las maestras para diferenciarlo del resto, y me la llevaba de la mano hacia cualquiera de los amplios jardines de la escuela.

Nuestro lugar favorito era justo detrás de la capilla de los preescolares, porque por la posición del sol a esa hora del día nos hacía la sombra perfecta y porque el pasto siempre estaba recortado de una manera impecable, dando la sensación de estar a nuestras anchas sobre una inmensa alfombra sobre la que no importaba derramar agua de jamaica o tirar un poco de espagueti.

Todos los días simulábamos hacer un pequeño pícnic, colocando un curioso mantel hecho de servilletas de papel al que ya le habíamos escogido sitio. Lo decorábamos entre clase y clase con dibujos que hacíamos a escondidas, mientras simulábamos hacer cualquier otra cosa, y para que el viento no lo moviera

al momento de nuestro tan esperado festín, le colocábamos unas piedras grandes en las esquinas.

Por las mañanas era cuando escogíamos el motivo decorativo del día, mientras tomábamos jugo generalmente de naranja con fresa a no ser que fuera temporada de mandarinas, porque entonces seguramente era de mandarinas.

"Hoy tocan princesas" —casi siempre decidía ella, a excepción de los días en que se aburría y decidía que me tocaba decidir a mí.

Y si tocaban princesas entonces debíamos decorar las ocho servilletas que nos tocaban a cada una con todo lo que tuviera que ver con ellas; echando a volar nuestra creatividad como si fuera un papalote.

A veces tocaban monstruos... sobre todo en Octubre.

Una vez tocaron aves.

Sus favoritos eran los días de hadas; había hadas de invierno, primavera y otoño.

"El verano no se siente como una época de hadas" —me aseguraba —"Pero podemos dibujar sirenas o conejitos con lentes de sol"

A mi me gustaban los días de mitología griega. A ella en un principio no, hasta que le hablé de Afrodita.

Pero aquel día sacando nuestra inspiración de la colecta anual que hace la Cruz Roja con diligencia, decidimos dibujar partes del cuerpo.

A veces el destino encuentra formas muy curiosas de escupirte en la cara.

Llegué por ella como todos los días, con mis ocho servilletas en la mano y muchísima hambre ya que había desayunado lo poco que había podido porque me había puesto a explicarle algo de matemáticas que no entendía, y me pare justo en el marco de la puerta de su salón, con la travesura planeada de que ella me descubriera por si misma, pero justo antes de comenzar a buscarla con la mirada... sentí aquel familiar hormigueo terminar en mis codos mientras un agudo escalofrío me lamía las vértebras de la espalda baja.

Me volte como presintiendo que estaba a punto de suceder algo malo... y acerté.

La impresión fue tal que el hambre que había sentido un par de segundos antes desapareció al instante... y el por qué, tenía un nombre; Santiago Villafuerte.

Santiago era un niño pequeño, mucho más pequeño que los niños de su edad, de cabello rubio con franjas intercaladas un poco más oscuras, lacio, tenía una pequeña boca color rosa que parecía hecha de bombones y cuyo tono sobresalía de más por el especial contraste que hacía con su piel, sus manos eran gorditas, sus pestañas muy oscuras,largas y rizadas, y en su pequeño rostro infantil se dibujaban un par de ojeras amoratadas que se deslizaban como surcos profundos para así enmarcar el par de ojos tristes que lo caracterizaban. No se necesitaba de mucha cabeza para darse cuenta que estaba enfermo. Y que su condición era grave.

Así que así es como se ve una persona que necesita con urgencia un riñón —pensé tratando con todas mis fuerzas de que mis lágrimas no rodaran por mis mejillas. Hice un esfuerzo por distraerme mordiendo mi boca desde adentro.

No tenía sentido que lo supiera, pero lo sabía. Lo sabía porque llevaba noches soñando con el... al igual que con otras personas que por conservar mi propia salud mental había decidido ignorar ya que ni siquiera las conocía.

Pero esto era algo completamente diferente. Aquellas pesadillas de las que había estado huyendo por años eran protagonizadas por perfectos desconocidos a los que podía dejar atrás una vez que abría los ojos y me distraía con mi día a día... sin embargo en esta ocasión todo había cobrado vida en forma de un pequeño niño cuya estrella estaba a punto de apagarse frente a mis narices... y el problema estaba en que se llevaría consigo a dos más.

Los Villafuerte eran un matrimonio de bastante dinero, poder y abundantes conexiones, pero sobretodo amaban por sobre todas las cosas a ese único hijo que habían logrado concebir después de haberse sometido, por casi una década, a un sin número de tratamientos para la fertilidad ante una deficiencia que ambos padecían. Y el amor de un padre es ciego, por supuesto que no les importaba hacer lo que fuera necesario con tal de salvarle la vida.




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