"La mirada de la persona que está al borde del abismo dice más que la caída"
A pesar de que las pesadillas se habían convertido en una terrible constante en mi vida, siempre estaban aquellas que eran mucho más vívidas que otras, causando que mi mente me sacudiera de pies a cabeza hasta llevarme al límite.
Todo se complicó aún más cuando mi propio organismo comenzó a tratarlas como si fuesen una enfermedad de la que necesitaba librarme, provocándome altas fiebres que me despertaban por las madrugadas, como tratando de advertirme que algo no estaba bien conmigo o que había algo dentro de mí que no debía estar ahí para empezar.
Luego de los eventos en La casa del Monje, aquello se había vuelto muchísimo más frecuente, lo que me terminó orillando a programar algunas consultas médicas, utilizando como excusa el darle seguimiento a la contusión que había sufrido en la cabeza, con la esperanza de encontrar alguna respuesta lógica que lo explicara todo, pero su exasperante diagnóstico siempre era "fatiga" o "estrés", y los múltiples estudios a los que me sometí por pura terquedad no hicieron más que respaldar su veredicto cada vez que "confirmaban" que todo estaba en orden, tildándome de aprehensiva. Fue entonces cuando comprendí que esto iba mucho más allá de todo lo que conocía hasta ahora...
No puedes pretender regresar tu vida un día y esperar a que no haya ningún tipo de secuela— pensé mientras agarraba una bolsa de hielos que reposaba sobre un balde de plástico azul situado en medio del buró del cuarto de huéspedes, para frotarme con ella las mejillas y la frente, hasta adormecer mi piel.
Múltiples hilos de agua helada se fugaron por una de sus esquinas, escurriendo a lo largo de mi cuello hasta llegar a mi playera y a las sabanas, como haciendo diminutos caminos gélidos, que lejos de ser incómodos, me causaron más bien sosiego. Terminé empapada.
Los Déjà vu.
Las pesadillas.
El sentimiento de estar repitiendo la misma película.
Las noches de insomnio voluntario.
Los días de cansancio extremo.
Y el hecho de que no había nadie en el mundo con quien compartir la carga.
Me hacían sentirme como en una eterna encrucijada, pero para mí suerte o desgracia, siempre he pertenecido al grupo de imbeciles que ven el vaso medio lleno. Cosa que difícilmente me atrevo a reconocer en público, después de todo, no hay cosa más interesante que navegar bajo la bandera de pesimista, ya que el oleaje de las conversaciones, siempre encuentra la forma de llevarte hasta el hogar de los más insólitos debates.
Suspiré resignada. Afuera aún se escuchaba el cantar de las esperanzas, algunos grillos y ese sonido musical que hace el viento cuando se le ocurre colarse por las ramitas más pequeñas de los árboles. La naturaleza es algo verdaderamente mágico.
Para mí beneficio, el internet había comenzado a reclamar su era e inclusive este diminuto pueblo incrustado en el corazón de la sierra norte del Estado de Puebla, no se libraba de tener al menos dos cibercafés.
Me estire en la cama, disfrutando de su humedad mientras me imaginaba a mi misma haciendo inmensos ángeles con los brazos, sobre una espesa capa de nieve en algún lugar muy muuuy lejano, y justo antes de atreverme a abrir, por segunda vez, la puerta que conducía directo al mundo de mis pesadillas, tomé una decisión y cerré los ojos.
Al otro día me desperté literalmente con el cantar de los gallos y las gallinas de mis abuelos, y luego de desayunar con ellos hasta sentir que la comida se me podía salir por los ojos, emprendí mi camino.
Por aquellos tiempos los pueblos todavía eran los lugares más seguros del mundo. Así que ni siquiera se les ocurrió objetar que una niña de 11 años saliera sola en bicicleta, con la condición de prometer regresar a buena hora. Y bajo la única protección de una bendición en forma de cruz y un beso en la frente.
Caminé con la bicicleta a lo largo del camino de cáscaras de macadamia y justo a la entrada, cuando pretendía montarme sobre ella para pedalear, escuché de nuevo su voz.
"Helenita" —dijo con su característica musicalidad —"Hoy no desayunaste frijoles"
Sentí la sangre escalar hasta mis mejillas. Y por inercia, me lleve una mano a la cara, en busca de algún residuo de comida.
"Al parecer descubrí un novedoso e increíble invento llamado servilletas"—le conteste —"¿Y Helenita? ¿En serio? ¿Que cosa te dio la terrible idea de que puedes ir por ahí llamándome con diminutivos?" —quise saber—"Por cierto, buenos días"
"Pues tengo 14 años" —me contestó como obviando su respuesta—"Buenos días para ti también"
"¿Ajá?" —seguía sin parecerme una buena explicación o tal vez el software de mi cerebro todavía no acababa de prender.
"Y tú tienes 11" —me miró de forma condescendiente.
"¡Ay! !Pero que tonta soy! ¡Tiene usted tooooda la razón!" —le dije fingiendo una sorpresa exagerada —"Por cierto...¿De casualidad no necesita que lo acerque a su asilo con mi bici, Don Damasco?"—hice sonar la campanita un par de veces en su dirección—"Ya sabe, para evitar que se le doblen las piernas de repente y se vaya de boca contra el pavimento" —agregue—"No queremos que esos moretones adornen su bonita cara toda la vida ¿o sí?"
Soltó una enorme carcajada que lo obligó a doblarse y casi estuve a punto de sonreír también. Pero el malhumor acumulado de tantas noches de insomnio sostenía los músculos de mi cara con firmeza, como si fuera un maniquí.
"Casi te digo que sí, pero creo que contigo al volante mi bonita cara va a terminar peor de lo que ya está" —dijo señalando mi calvicie sin ningún tipo de vergüenza.
Me encogí de hombros.
"Es una decisión inteligente" —le reconocí mientras me acomodaba nuevamente en la bicicleta—"Bueno, entonces-" —interrumpió.
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Editado: 17.07.2021