El día en que mi reloj retrocedió

28. Estigma

"Los hechos; esos pequeños eslabones que construyen la verdad pero que por sí solos, jamás van a poder explicarla"

 

 

 

Despertarme con el aroma a café de olla recién hecho, es probablemente mi forma favorita de incrementar los niveles de dopamina dentro de mi cerebro; es esa mezcla de granos completamente tostados, soltando toda su esencia al ceder ante el punto de ebullición del agua, ese pequeño toque a canela y ese algo que pasa con el barro mientras lo abraza todo de forma ancestral, lo que termina por generar toda una deliciosa revolución dentro de mi organismo; igual a la compleja maquinaria de un reloj automático justo en el momento en que hace contacto con el calor de la piel viva, golpeándolo con toda la electricidad de un corazón palpitante para que sus manecillas comiencen a moverse por sí solas, como si fuera magia...

La luz de la mañana apenas y se colaba a la habitación a través de las cortinas, cual visita inesperada que trae noticias importantes pero que también tiene prisas por irse para continuar esparciendo las buenas nuevas: ¡Se ha puesto en marcha un nuevo día!

Inmensas nubes grises habían reclamado el firmamento hacía poco más de una semana mostrándose más que decididas a habitarlo hasta saciar su capricho. Así son las cosas en los confines del mundo, cuando el cielo decide llorar, nada ni nadie puede frenar al ejército que escoltará el diluvio.

Observé mi reflejo sobre el desgastado espejo que colgaba a espaldas de la puerta de la habitación y por primera vez en mucho tiempo me gustó lo que vi. El corte en mi cabeza ya había sido exitosamente cubierto por una pequeña alfombra de cabello rebelde, dándome un aspecto más humano y menos de experimento fallido del doctor Frankenstein.

Bajé la mirada.

Mi nariz con el pasar de los años también se había vuelto menos drástica aunque debía reconocer que aún estaba lejos de ser perfecta —¡Muy lejos!—pero sentía que hacía un trabajo decente al darle una pincelada de personalidad al resto de mis facciones, haciéndome parecer mucho más aguerrida de lo que realmente era... Similar a la de Damasco Cortés después de haber recibido (con valentía ciega o desbordante estupidez) aquella golpiza de hacía tres semanas, solo qué en un rostro masculino, un golpe en la nariz puede incluso acentuar esa "rudeza" tan admirada por el supuesto sexo débil... y a fin de cuentas, un tabique desviado no había sido suficiente razón para demeritar que desde un principio la madre naturaleza le había tenido un favoritismo innegable... ¡La gente con la mayor suerte Darwiniana en el mundo es a la que menos le preocupa romperse la cara!

Exhalé en sones de derrota y me quité la gigantesca bata de dormir en tonos de azul cerúleo y blanco, con moñitos y listones al estilo Victoriano por aquí y por allá. Mi abuela me la había confeccionado en su máquina de coser, su hobbie favorito después de la cocina.

La deslice con facilidad por encima de mis hombros. De momento era una fácil hazaña pero no ponía en duda que la astuta viejita, se hubiera prometido a sí misma hacerme llenarla pronto si continuaba dándome de comer como si fuera un cerdo en engorda en vísperas de Navidad, Año Nuevo, o del cumpleaños número 80 de alguno de sus miles de compadritos y comadres.

Escuchar el familiar golpeteo de sus pasos apresurados viniendo de la cocina hizo que esas ganas por darme un baño caliente para salir cuanto antes y arrasar con todos aquellos platillos deliciosos, se apoderara por completo de mí. Mordí mis labios, imaginando el enorme plato de fruta fresca con enormes cucharadas de miel y granola que seguramente ya me estaba esperando sobre la mesa —¡Y la gelatina de yogurt con cuadritos de mosaico! ¡Y las conchitas de pan recién salidas del horno de piedra!

Créanme cuando les digo que no hay mejor remedio para un corazón roto que un estomago contento.

Y si me paraba de puntitas, y respiraba hondo, casi podía saborearlo todo por la nariz.

Los cerdos en engorda somos criaturas felicísimas, y el secreto de nuestra felicidad radica precisamente en que no tenemos vergüenza.

Puede que fuera culpa de aquel buen humor que se había apoderado tan de pronto de mí, lo que finalmente encendió la chispita de la curiosidad, haciéndome sentir ganas de explorar el reflejo de mi cuerpo completo, cosa que llevaba tiempo evitando hacer por temor a lo que podría encontrarme viéndome de regreso. Pero hoy no importaba, porque este pequeño cerdito hambriento también se sintió con ganas de ser valiente— ¡Una versión menos rosa y adorable de 'Babe el cerdito valiente'!

¡Combatiendo un monstruo a la vez! —me convencí deslizando los ojos sobre mi reflejo con un suspiro, tarareando una canción cualquiera como si fuera mi propio himno de diva empoderada.

Los cortes que me había hecho en la famosa Casa del Monje al parecer no dejarían cicatrices gracias al extraño gel que el mocoso malcriado, me había dado de dientes para afuera, aquel día que prácticamente me había arrojado una bolsa de farmacia a las manos, acusándome con todo el peso de sus acciones y gestos de ser una enorme farsante y también una pecadora... ¿Y que podía haberle dicho entonces si ambas acusaciones eran ciertas? Yo misma me preguntaba todos los días si mi vida no era realmente una farsa... ¡Y también me gustaba pecar! Precisamente me estaba dejando seducir en aquel momento por uno de los siete capitales tan penados por todo eclesiástico respetable: la gula.

¡Y que bien se sentía!

El estomago me gruñó como secundando la moción pero para la mayor de mis sorpresas, el corazón se me encogió también.

¡No le des el derecho a ningún mocoso engreído de aparecer en tu mente y borrarte la sonrisa! Déjate llevar por esos escasos momentos de ser feliz a lo imbécil ¿De que otra forma sino, sobrevivirás al constante desmoronamiento del mundo? ¡¿De TÚ mundo?! De todas formas siempre ha sido difícil llenar las expectativas de la gente. No es como si fueras un enorme regalo puesto a los pies de un árbol de Navidad, y siendo sinceros a veces ni siquiera ellos lo logran—Me regañé a mí misma, haciendo mil monólogos en mi cabeza que me regresaron el buen humor. Era divertido ver como mi cara no podía esconder ninguna de mis emociones. Tenía toda la madera de actriz ¡y de una buena! Si no fuera porque de todas las cosas de las que carecía, mi falta de carisma era la más notoria de todas.




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