El día en que mi reloj retrocedió

56. Libertad

"...Nunca voy a olvidar cómo me sentí la primera vez que lo vi, fue extraño, como una ráfaga y una advertencia, pero en la forma de un niño pequeño con una inmensa capa de terciopelo rojo, que le llegaba hasta casi la mitad de las pantorrillas y el cabello de un negro tan especial que parecía tener reflejos en azul cobalto.

Recuerdo haberme quedado clavada al suelo, muda, con los labios entreabiertos y el corazón encogido, y que cuando intenté pasar saliva para humectar mi garganta, me di cuenta de lo seca que estaba porque se me había olvidado respirar.

Y cómo si el mundo buscara cortar el momento, una ráfaga dura nos revolvió el cabello a ambos, obligándolo a voltear accidentalmente en mi dirección.

Ahí fue que lo supe: 'Ah, esta es la persona que va a causar mi muerte'

Sus ojos violetas e inescrutables parecían haber estado hechos para lucirse en invierno. Y sí, esa fue la primera vez que la mirada de alguien se quedó plasmada a la perfección dentro de mi cabeza, como una pintura.

La hermosa pintura de quién sería mi verdugo.

Los Cuervos siempre hemos podido saber ese tipo de cosas, sentirlas, después de todo, somos los más cercanos a la muerte, o tal vez es la muerte la que se ha aferrado a seguir cerca de nosotros.

En todo caso, pocos tenemos el honor de conocer a quién acabará con nuestra vida, años antes de que suceda. Y yo fui uno de esos pocos; él no tenía forma de saberlo, no funciona así.

Apreté los puños e inflé el pecho todo lo que podía inflarlo mi pequeño cuerpo de 7 años recién cumplidos, y con la cabeza en alto, di un montón de pasitos inseguros que casi me hacen caer, hasta que me le planté justo al frente:

"Hola..." —le extendí la mano —"Soy Alyeska. La más pequeña de los Belanger"

Sus cejas se levantaron un poco, pero fue breve.

Y no sonrío, ni me extendió la mano.

Simplemente me miró cómo quién no está acostumbrado a ese tipo de gestos y continuó caminando, como si el mundo que habitaba fuera uno totalmente diferente al mío.

'Tal vez si me quedo cerca... tal vez si logró agradarle... tal vez así no me mate...' —me aferré a la gamuza de mi vestido y me hice una promesa.

Pronto el frío congeló mis mejillas.

¿Quien hubiera imaginado que mi desesperación por evitar mi suerte sería justo lo que me llevaría a interpretar a la versión más triste de Juana de Arco?

Porque esta salto a la hoguera por su propia cuenta.

Y la hoguera tenía un nombre; Lyoshevko... Lyoshevko Lacroix"

—Alyeska Belanger.

Mi semblante había cambiado.

Sí.

Habían pasado sólo unos días, tal vez una semana... pero eso había sido suficiente para desgastarme, para que pareciera que había sido más.

Mis ojos se veían cansados, y mis ojeras comenzaban a parecerse más a un par de manchas oscuras que incluso se habían logrado esparcir hasta abrazar los bordes de mis párpados.

"Ah... Esto se ve bastante mal" —me dije a mí misma mientras delineaba la piel más maltratada de mi rostro, sobre la superficie lisa del espejo, con la yema de mi dedo índice.

Y es que desde aquel día no había hecho más que reproducir la misma serie de imágenes dentro de mi cabeza:

Los rostros aterrorizados de los dos chicos, amarrados a la reja, tratados como menos que animales.

Alan, con esa expresión de indiferencia y frialdad, sacudiendo su muñeca para quitarse de encima el exceso de sangre, como si fuera agua, o mugre, o cualquier otra cosa que sólo le estorbaba, que lo ensuciaba...

Los dos corazones rodando sobre el piso, hasta rebotar en contra de la punta de los zapatos del sacerdote Ramiel... ¿Los había aplastado después de eso? Ya no lo recordaba, pero probablemente lo habla hecho.

La sangre. Tanta que hasta había creído que el mismísimo cielo se había teñido de rojo. Un rojo tan intenso que mareaba, que doblaba, que te hacía caer de rodillas y vomitar la comida, las vísceras, el alma...

Los cuerpos mutilados, inertes, con reflejos suaves post-mortem en los dedos, sobre la comisura de sus labios, y con los ojos bien abiertos, tal vez para grabarse la cara de quien les había hecho aquello.

Lo jóvenes que eran...

"Unos niños..." —le dije a la chica ojerosa y demacrada del espejo —"Alan asesinó a unos niños" —me llevé las manos al rostro y mi cuerpo se desplazó hacia atrás, en negación, hasta topar con la superficie suave del colchón de mi cama —"Eso también fue mi culpa..." —sentí mis mejillas humedecerse —"Si tan sólo... si tan solo yo... si no hubiera ido a su casa ese día. Soy una imbécil. Una maldita imbécil..."

Algunos mechones de mi cabello se me pegaron a la cara por la humedad. Estaba grasiento, vuelto un nudo, y al tacto se sentía igual a un estropajo, seco, sin vida, como si bastara doblarlo para que se trozara.

Había dejado de cepillarlo por días... de lavarlo.

Tampoco me había lavado los dientes.

Y había comido apenas... pero sólo uno o dos bocadillos de lo primero que había encontrado en el refrigerador, cuando el crujir de mis intestinos se había vuelto insoportablemente doloroso.

Aquel día había regresado a la ceremonia como alma en pena, pálida, callada, y en cuanto lo vi regresar a él; impecable, pulcro y sonriendo ampliamente ante las cámaras que lo fotografiaban, me desmayé.

'Es igual a Ramiel... Yo lo hice igual...' —fue lo último que pensé antes de que se me oscureciera el mundo.

Para cuando abrí de nuevo los ojos, ya me encontraba en la enfermería del colegio, sobre uno de los camastros y con la ropa manchada de sangre gracias a una hemorragia nasal, y ahí también estaba Damasco; dando de vueltas, frustrado, pasándose las palmas abiertas sobre el cabello, las sienes, el rostro, y con los nudillos hechos mierda.

Seguramente habría golpeado algún árbol o alguna pared para intentar calmarse, pero no le había funcionado...




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