Emma Myers
Una pesadilla. Solo pensaba en eso en cuanto desperté.
Rogaba que todo fuera una pesadilla.
Deseaba despertar en mi cama y que cuando bajara las escaleras me encontrara a mi mamá leyendo en su sillón, sin embargo, ese pensamiento se esfumó en el momento en que detalle detenidamente el lugar donde me encontraba.
La habitación del hospital se veía exactamente igual a la de mamá. Las paredes blancas, el sillón, la pequeña mesa y el jarrón color naranja. Todos los detalles eran iguales.
Casi dejó de respirar cuando los recuerdos, el dolor y sufrimiento regresaron de golpe. Fue una sensación horrible, fue como si mi cuerpo simplemente olvidara como realizar una acción tan normal.
No supe con exactitud en qué momento me levanté de esa cama de hospital y decidí empezar a romper todo lo que estuvo a mi alcance.
—¡Maldita mierda! —proferí enojada y lanzando el pequeño jarrón hacia la puerta.
Ella ya no estaba, no la iba a volver a ver, no iba a poder tomar su mano nunca más y no volvería a escuchar su voz.
Fue demasiado para mí y ya no pude, no pude contener más mis emociones. Por lo que, finalmente exploté.
Mi mente se bloqueó ante las emociones y todas mis acciones fueron dirigidas por el enojo y la ira que había estado conteniendo. Todo lo que había guardado por meses se desbordó.
No lo merecía, no merecía morir ni sufrir de tal manera. Ella no. No era justo.
Escuché la puerta abrirse, pero eso no me detuvo de tirar la mesa que tenía la habitación y empezara a patearla de manera desenfrenada. Ni siquiera me molesté en ver quien había entrado, ya no me interesaba que alguien me viera en tal estado.
—¡Emma! —reconocí la voz de mi padre, pero no me detuve, seguí pateando.
—¡Maldita mierda! —volví a gritar.
Los brazos de mi papá no tardaron en envolverme, tratando de detenerme. Al ver que sus intentos estaban fallando me levantó un poco para que dejara de patear.
—¡Suéltame! —le ordené mientras me removía.
—Tienes que calmarte.
—¡Que me sueltes Dorian!
—¡No! —me gritó.
Papá me jaló hasta que quedamos en la cama, se sentó y me envolvió con mayor fuerza para evitar que me siguiera removiendo.
—Solo suéltame —supliqué esta vez con la voz entrecortada y sintiendo las lágrimas caer—. Déjame sola. Vete. Vete y devuélvemela.
—No lo haré —murmuró papá, apretando más su agarre—. No te voy a volver a dejar. Nunca.
—Ya no puedo —sollocé con el corazón destrozado—. No puedo más. Quiero que ella vuelva, la quiero de vuelta.
❁
Dos semanas habían pasado desde que mamá nos dejó. Puedo decir que los primeros días fueron los más difíciles, ya que, nadie lo terminaba de asimilar por completo.
—¿Se encuentra Emma? —escuché que preguntó Thomas.
Papá se asomó disimuladamente hacia la sala y me miró esperando una respuesta. Lo pensé unos segundos, pero terminé negando con la cabeza, tal y como lo había hecho desde días atrás.
Estaba en el sillón donde mamá pasó sus últimos meses, no me podía mover de ahí. Dormía y comía en ese lugar. No me quería separar porque sentía que era la única forma de sentirla cerca.
Después del funeral no había visto a nadie, no quería hacerlo. Perdí la cuenta de las veces que mis amigos fueron a buscarme, solo que en todas siempre obligué a papá a inventarles una excusa. También mi celular se mantuvo apagado, por lo que no se pudieron comunicar conmigo.
—No es buen momento Thomas, ella está durmiendo —me justificó mi padre.
Pude oír como Thomas soltaba un suspiro largo.
—Puede decirle que vine a verla y que de verdad quiero saber cómo se encuentra.
—Le diré en cuanto despierte.
Escuché la puerta cerrarse y volví a acomodarme en el sillón. Papá se acercó a mí y se sentó en la pequeña mesa que estaba al frente del sillón. Por unos segundos no mencionó nada, solo se cruzó de brazos y me examinó detenidamente.
—¿Estás lista para hablar?
Asentí con la cabeza. Sabía que no podía huir más de la conversación. Papá quería saber la razón de mi comportamiento, quería saber por qué parecía que no me podía controlar y el hecho de que Derek le dijera que no era la primera vez, despertó la angustia en él de inmediato.
—¿Desde cuándo esto te pasa? —preguntó.
—Empezó un poco después de que te fuiste —balbuceé—. No sé bien cuando, simplemente un día empecé a perder el control. Es como si todo en mí se apagara y los impulsos tomaran el control.
Su cara mostró total preocupación y me miró de esa forma que siempre odié, pero no podía ocultarlo más, necesitaba ayuda y ya no me daba miedo pedirla.
Sentía que no había otra cosa que pudiera hacer. Era eso o hundirme en un hoyo profundo del que estaba segura de que no iba a poder salir.