El Día Que Decidí Morir

VI

El ruido del aire, en el fondo, llena lo que las palabras no. Fingir dormir me proporciona tiempo, pero sé que debo tomar una decisión. Otrora pensé que el gregarismo era un suicidio, pero si moriré de todos modos, y de cualquier manera pensaba en el suicidio, ¿por qué no intentar hacer a la muerte menos dolorosa?

     Algo me incomoda, impidiéndome dormir, y es la conciencia de que ella me mira. Puedo sentirlo tan claro y fehaciente como el suelo bajo mi costado. También ella debe estar pensando algo relacionado con mi compañía. No sé nada acerca de ella: qué hacía antes de nuestro encuentro, no ha mencionado si pertenece a una comunidad, hasta puede ser que sea una asesina a sueldo y no haberlo mencionarlo. Recuerdo el modo en que lanzó esa arma, demasiado profesional para asemejar lo inocente que parece. Ahora que lo pienso, todos debemos aprender a defendernos y lo más probable es que su destreza tenga que ver con quien fue y con lo que ha padecido desde el Gran Evento. Me salvó la vida en más de una dimensión, no sólo con el pan o matando a mi cazador, sino con sus palabras.

     El viento calla al fin. La escucho moverse en el otro lado. Creo que estaba acostada y comienza a sentarse. Su movimiento comienza a ser más importante que mis pensamientos. Se levanta y camina con sumo cuidado hasta la entrada. ¿O debería llamar salida? Se va.

     No la culpo. Tal vez a lo largo de mis peroratas internas yo habría llegado a la resolución a la que ella llegó. Aun así, no puedo evitar odiarla un poco. Viene a mi mente un relato, no recuerdo el país en que ocurrió, pero hablaba sobre la paradoja que es el ser humano: Un hombre se mete en un lago, dispuesto a ahogarse; de pronto, un policía ve los intentos de éste por quitarse la vida. Sin nada mejor que se le ocurriera decide desenfundar su arma y gritarle “Salga del lago o disparo”. Increíblemente el hombre sale, temeroso del arma, como si aún en la búsqueda de su muerte, no deseara morir. Pienso en mí y puedo traer a mi mente la decisión de hace unas horas con el firme deseo de perecer; sin embargo, en cuanto las oportunidades de muerte se me presentaron, las rechacé, les temí. Aún estoy convencido de que no quiero vivir en este mundo, pero la valentía por cumplir mi convicción se fue y ahora no me permite moverme.

     Pasados unos minutos me quito mi protección de la cara y dejo que el aire no viciado llene mis pulmones. Me levanto y observo al cadáver que la sucia niña abandonó y le pregunto:

     —¿Cuál fue tu historia? —Le digo con una voz tan alta que seguro salió de la cueva, que podría haberla despertado, pero no me responde—… ¿Cómo llegaste a esto?... ¿Acaso fue por amar demasiado?

     Las respuestas no llegan y explorar su rostro no me dice nada más. Pienso en las veces que le grité a Dios por una respuesta, una esperanza, un poco de comprensión. El silencio constante es la única respuesta a las preguntas realmente importantes. Éste se prolonga unos instantes. Sin esperarlo, una voz responde y me sobresalto.

     —Creo que la arena sí que te afectó, amigo —una voz caústica llena el ambiente—. También he intentado que me responda y no lo he logrado. Estuve ahí sentada hablándole por más de dos horas. Hasta que pasaste junto a mí, sin mirar nada que no fuera el frente o tal vez las imágenes que se formaban frente a ti. Por cierto, ¿te asusté?

     —No, sólo no te esperaba. Creí que te habías marchado —percibo un poco de reproche que tiñó la frase, me siento ridículo, pero ella no lo hace evidente.

     —Lo siento, pensé que dormías y supuse que necesitamos una fogata. La noche comienza a enfriar demasiado. Traje estos leños, creo que la arena ayudó a que se secaran.

     —Tienes razón. Tengo unas cerillas— le doy la espalda y seco unas pequeñas gotas en mis ojos que no sabía que tenía.

     —¡Cuántos lujos guarda esta morada!— dice con fascinación.

     —Creo que éste es el mejor. No lo desperdicies —entrego a la niña una botella con agua.

     —¿Cómo? —dice admirando la botella como si de un tesoro muy preciado y delicado se tratara.

     —Destilación. Lo aprendí en la escuela —señalo unas botellas de cristal unidas por un pedazo de caucho delgado pero largo, que da muchas vueltas a la parte en que se unen las bocas—. Es simple, una de estas botellas la pongo en agua caliente, mientras la otra recibe el intenso frío de la noche. El vapor de la primera se condensa en la segunda y ¡voilà!, agua que puedo consumir. Bueno, al menos no me ha matado. Qué fortuna que el mundo estaba lleno de tanta basura y conseguí lo necesario. Esta otra —señalo otra botella con agua— la consumo menos, pero no puedo desperdiciar nada. La conseguí a través de la orina, pero luego te platico eso.




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