El Día Que Decidí Morir

VII

Sonidos comienzan a ser interpretados por mi cerebro, que emerge del letargo del sueño. Percibo que el sol ha salido y molestará mis sensibles ojos, que al fin han logrado dormir una noche entera. Los mantengo cerrados, pues aún no me espabilo por completo. Rápidamente el calor dentro de la cueva empieza a aumentar y roba mi sueño, pero no el de la niña. La mantengo pegada a mí. Siento que perderé mucho cuando ella se separe al fin. Necesito tenerla cerca. A pesar de que siento nacer algo en el pecho, no puedo evitar mi suspicacia por sus verdaderas intenciones, e incluso por las mías. A toda acción la mueve un objetivo, imposible es que no sea así. Muchos comportamientos devienen de aquello que el ser pensante requiere, como estudiar para lograr algo a futuro; pero otros más provienen del cuerpo, la bestia que está programada para sobrevivir, como cuando se retira la mano del fuego. ¿Qué clase de acción es la que realizo? ¿Deseo significar algo al permanecer junto a ella? ¿O es mi cuerpo quien me invita a pensar positivamente sobre su existencia, con fines de conservación? A veces la razón puede encubrir a la bestia, como en los pensamientos de amor, que más bien tienen teleologías reproductivas y de protección, más que trascendentales.

     Ella se mueve entre mis brazos, buscando acomodo en ellos o tratando de que su temperatura corporal no aumente demasiado en algunas partes, sin desatar mi abrazo. “¿Qué haré contigo?”, suena la pregunta en mi interior. En realidad, mi mentira sobre por qué vivir está incompleta aún: ¿qué me hará dar el siguiente paso? Cuándo se levante y tengamos que decidir qué hacer, quizá nos demos cuenta de que no hay nada que hacer juntos. Aún tengo dudas sobre ella, quiero conocer más sobre su historia, pero pensar en que abra una cicatriz nuevamente, me detiene.

     Una constatación física me saca de mis piensos. La temperatura aumenta a cada instante. Esto no es normal. Comienzo a sudar en exceso en las partes del cuerpo que tienen contacto con la niña, también lo hacen mi frente, nariz y axilas. El olor del ambiente es acérrimo. Me levanto con delicadeza para evitar despertarla. Camino a la entrada de la cueva y observo una espesa neblina, que comienza a disiparse rápidamente hasta que queda todo claro, aunque el hedor es más acentuado e inconfundible: azufre. De la tierra comienza a salir nuevo vapor con gran fuerza y la temperatura sube aún más cuando la nube se ha formado nuevamente. Me cuesta respirar y mi transpiración aumenta.

     Corro a donde la niña reposa y la sacudo para advertirle que debemos salir. Le cuesta despabilarse e incorporarse, pero lo logro al fin. Intento cargarla, pero las fuerzas me son insuficientes. Sin hablar, señala al cadáver, pienso que es una mala idea llevarla, pero me es imposible concebir abandonarla. Desentierro unas pequeñas botellas de alcohol y se las doy a la niña; también le entrego las costalillas, el agua destilada, los materiales de destilación y las cerillas. Doy vuelta al cuerpo de la muerta y está totalmente rígido. Observo la parte que permanecía oculta de la vista, en contacto con el suelo y noto que comienza a mostrar putrefacción, además de que parece guardar algo que está vivo. Prefiero no pensar en eso y la subo a mi hombro. El esfuerzo me sofoca y el ambiente lo coadyuva.

     Al arribar a la entrada, la neblina es total. La niña dobla las costalillas y coloca una en mi rostro, que se cayó mientras dormía, luego hace lo propio con la suya. No estoy seguro de cuánto ayudará con estos vapores que escuecen y asfixian. La niebla se comienza a disipar y es posible atisbar las docenas de géiseres que la provocan. No sabemos cuál es el momento seguro para comenzar a movernos, pues no conocemos el tiempo en que una nueva nube se forme y nos cocine vivos. La posibilidad de correr a través del campo minado no parece prometedora, rodearlo tampoco, pues el tiempo que tardemos en desplazarnos puede dar tiempo a que los vapores se concentren, nos alcancen y termine dando el mismo resultado. La formación rocosa en que nos encontramos es lo suficientemente alta para no pensar en subir. Si nos quedamos también morimos. ¿Cómo decidir cuando repudias todas las opciones?

     El panorama se aclara e indico con la vista a la niña que ya es hora. Ella duda y yo siento que me mareo. La niña mira al suelo y sé que está temblando. De pronto, un sonido fuerte comienza en el interior de la cueva, como si la roca fuera destruida por un gran monstruo, y comienza a llenarse de vapor. El suelo se mueve con gran violencia y me asalta con imágenes de mi infierno personal, el día trágico del Gran Evento. La niña debe notar que me pierdo y me toca el brazo para traerme de vuelta. El vapor se mueve veloz y mucho antes de que nos alcanzara sabíamos que la temperatura que tenía nos mataría; así que comenzamos la huída, de frente, sin pensarlo. Los géiseres comenzaron a lanzar sus respectivas fumarolas, sin orden ni tregua. En el momento postrer a escuchar el ruido en la cueva, recordé que allí yacía el último recuerdo de mi familia: una fotografía que recuperé de los escombros del que fue mi hogar. Aunque el impulso fue poderoso por un microsegundo, supe de la imposibilidad de la empresa en el siguiente.




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