El Día Que Decidí Morir

VIII

Un golpe en la cara apagó el sol antes de tiempo.

     Han sido demasiados acontecimientos para un cuerpo tan famélico. El mundo está en penumbras. Me trasportaban. Lo sé por la presión en mis tobillos y muñecas y por un rítmico movimiento que me recuerda a mi infancia. Tengo un sueño cansino y desalentador, mi cuerpo no quiere despertar. Creo que hasta en la estúpida animalidad, mi organismo quiere descanso y se rinde por un momento a la lucha. No sintió miedo cuando debió, cuando todo empezó; no supo ser feliz cuando las condiciones se prestaban para serlo. Y ahora ya no sabe qué hacer, así que sólo se vence.

     Nos detenemos. Escucho un metal deslizarse, creo que es una entrada. Avanzamos de nuevo un poco. Me sueltan. ¡Qué dolor! Caigo sobre tierra que me ahoga. No puedo abrir los ojos. No sé dónde estoy. Sólo escucho otra vez sonidos metálicos y siento que mi cuerpo se tensa en dirección a mis extremidades… Cuando al fin logro escindir mis ojos, lo primero que veo es tierra y me percato que estoy suspendido horizontalmente a escasos centímetros del suelo. Levanto la vista y observo un cuarto laminado… No alcanzo a ver el techo, pero parece un poco alto. Luego me hago consciente que no estoy solo, hay otras personas esposadas a tubos, abiertos en forma de “X”, para quién sabe qué oscuro propósito. Seguramente pronto me haré conocedor de él. Aparece en mi campo de visión un hombre que se acerca a una de esas “X” humanas. Era una mujer, con tan poca grasa en el cuerpo que sus senos parecían el botón de una flor. Todos estaban desnudos, incluso yo. Mi pudor quiso retraer mis brazos a mis zonas privadas, a las cadenas no les importó.

     —¿Ésta te parece bien?— pregunta una voz masculina de alguien a quien no puedo ver. El asqueroso hombre al que observo se lame los labios y asiente— ¡Ya sabes, el pago!— rugió la voz, que ahora reconozco como la del animal que me golpeó; cuya feroz voz me resulta tan conocida. Quizá lo conocí en otra vida.

     El hombre paga y se acerca con avidez. La mujer chilla como un animal y él la golpea. El animal dice secamente que no maltrate la mercancía. Siento una arcada atravesar mi cuerpo, pero nada sale.

     —¿Asco?— Me pregunta socarronamente, el animal— No te preocupes, es sólo mientras te acostumbras.

     Ríe estrepitosamente y me invaden impetuosamente las ganas de huir, de correr, pero no de este sitio, sino más bien a un estado anterior, en que las personas eran personas y no mercancía, quizá por eso me pierdo en mis reflexiones, evitando la infame realidad. Una sonrisa estúpida se forma en mis labios cuando reflexiono un poco y me percato de que esto existía incluso antes de que nos llamáramos Humanidad. La religión, el lenguaje, el arte y el delito son algo presente en toda civilización conocida. Si mares y eras de separación entre humanos no han podido librar estos principios Humanos, no lo podrán hacer las buenas intenciones ni milenios de filosofía. El destino de un hombre está marcado por la corriente ineludible de la Humanidad. La niña se equivocó, la Humanidad no es lo bueno, es lo malo, bueno quizá ambos, como una síntesis perfecta de todo lo que hay en el mundo, los comportamientos y los valores. Al fin y al cabo nosotros los creamos, los reproducimos y los calificamos. Dios y el Diablo se desprenden de la interpretación de la conducta humana, como lo aceptable y lo reprobable, funcional y disfuncional socialmente; la moral se explica por el temor del humano al humano mismo, de las posibilidades indeseables de su naturaleza; la jurisprudencia se comprende por la alergia de un Hombre por otro y su tendencia a dañarse cuando están en proximidad, controlada por la amenaza de la punición; la religión se rige por una necesidad de control, basado en creencias incomprobables que orilla a apostar al creyente sobre su destino y bienestar, que lo hace temer y comportarse de manera bondadosa, mas no, ser bueno; mientras que la ética es la estimación y valoración personales de cuánto queremos estar en una sociedad, es renunciar a algo para convivir, rechazar los deseos para estar con los prójimos…

     Un grito me hace emerger de mi trance. Observo que el hombre que pagó por el derecho de estancia en un cuerpo que no es suyo, no usaba sus órganos sexuales para su propósito, sino una mano para tocar a ella y la otra para tocar su propio sexo sin erección, hasta que su éxtasis se materializa. Limpia el material que pagó por dejar en ese ser, antes libre. “Si ensucia, limpia”, indica un letrero escrito con carbón. Incluso estos salvajes comprenden que la naturaleza humana es incompatible con los deseos personales y deben obligar a que respeten su voluntad, con órdenes explícitas y amenaza de coacción.

     Creo que las personas que estamos encadenadas en este sitio no tenemos derecho al respeto, pues éste se tiene por alguien a quien consideramos igual a nosotros o que, el no respetarlo, puede conllevar consecuencias perniciosas. Una persona atada, con las cavidades accesibles, ¿qué respeto puede inspirar? Me reí locamente por la conciencia de no ser más mío. Alguien colocó una cadena invisible, que hace a cada persona en este cuarto pertenencia de alguien más. Esa zozobra que siento en el pecho debe ser el documento de derecho de propiedad que me molesta físicamente. Me siento mareado por el suceso, por el golpe y por el giro inesperado de los acontecimientos.




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