El Día Que Decidí Morir

IX

Una reja eléctrica sostiene a dos animales furiosos, que se miran, intentando destruir al otro con la mente, deseando que la verja se abra. Sé que él quisiera poder matarme tanto como yo, pero sospecho que su responsabilidad es detenerme con el mínimo de daños, debido a los deseos de quien llamo su dueño, lujo que sabe no puede darse. Nos paseamos de un lado a otro, sin perder el contacto visual, como tratando de mantener los músculos en movimiento, preparándolos para la batalla. En mi mente no está la posibilidad de dejarlo con vida.

     El sonido de otro rayo cae.

     La resonancia nos azuza y nos preparara. Siento a mi cuerpo constreñido por la furia, mi mandíbula apretada, mis puños cerrados, mi abdomen contraído y mi temperatura aumentando. Un último rayo cae, como marcando una sentencia. Esperamos un momento para confirmar la perentoriedad del evento. Entonces me lanzo en su dirección y él en la mía, su cuerpo es más grande y mejor alimentado que el mío, pero seguro que no posee mi odio por él y todo lo que significa. De pronto, cuando pensé que no podría tener más fuerza que la del odio, escucho un grito… ¡Es mi niña! Es un grito de dolor y mis músculos se llenan de nuevos bríos.

     Ese pequeño sonido hace que mis prioridades cambien notoriamente. Ahora la urgencia de estar a su lado y protegerla me llena. El animal no es más que un estorbo, no más un objetivo. Corro y él lanza un golpe acompañado con un grito grave. Me detengo en seco y el atraso mi torso, la piedras hieren mis pies descalzos cuando freno la inercia de mi cuerpo; su golpe erra y sé que tengo un segundo. Adelanto mi puño derecho contra su abdomen, su expresión cambia ligeramente y en la misma oportunidad golpeo su rostro con mi frente, la sangre sale pronto de su nariz y él cae hacia atrás. No tengo tiempo de acabar con él. Mis ojos se mueven rápido, localizando la fuente del grito. La fuente de proveniencia es sin duda la puerta que el animal custodiaba cuando me vio. Mi siguiente paso es detenido por la mano del que yace en el suelo.

     —¿A dónde crees que vas, perra? Aún no acabo contigo— espeta mientras le tiro un puntapié en el rostro que lo hace callar y deshacer su agarre. Corro directo al lugar de los gritos, sin medir peligros, sin tomar armas, como si mis deseos fueran suficientemente poderosos. Y lo son, pero no tanto como para competir con lo que veo.

     Un hombre con sobrepeso invade a mi niña. Ella está en una de las “X” metálicas y él en el centro de su cuerpo, insertado en su entrepierna. La niña lo intenta alcanzar con sus manos, seguro para defenderse. Cuando al fin lo toca, lo atrae hacia sí con calma y lo besa. La escena pierde velocidad y todo trancurre muy lento. Ellos se funden en un beso profundo, casi tanto como mi decepción, mi incredulidad y mi dolor. Mi voluntad se rompe, casi la escucho estallar en pedazos. Me siento tan impropio, tan imbécil, que no sé si regresar o quedarme a ver hasta convencerme. Lentamente los ojos de ella se escinden y me encuentran. Sus facciones mutan del placer, a la sorpresa y luego a algo parecido a la culpa… o eso quiero creer. Percibo un milimétrico “no” en el movimiento de su cabeza, mientras un dolor agudo advierto en la mía, que me hace desfallecer, es un golpe con un objeto contundente, no hay duda. Caigo sobre mis rodillas y algo hala mis cabellos para mantenerme erguido. Mi cabeza punza y el equilibrio se me esfuma.

     Como si fuese una alucinación, escucho el eco de los rayos y el sonido de las gotas corrosivas en mi cabeza, como si se rieran de mí. Es como una irrealidad lo que vivo.

     La luces vienen y van. Los sonidos se alejan y se acercan. La tierra se mueve en ondas bajo mis rodillas. Veo la espalda del hombre que acompaña a la niña... oscuridad después; al mismo hombre desnudo de pie dando la espalda… oscuridad después; unas piernas masculinas que se acercan… oscuridad después; un miembro erecto… oscuridad después; escucho una voz dolorosamente familiar diciendo: “¡No puede ser!”…oscuridad después; el rostro de mi padre… oscuridad total después.

 

     Yo creía que estaba muerto, que sólo era un cadáver que caminaba, un cuerpo que se aferraba a la tierra y que vagaba buscando un sentido a su vida. La muerte de Alba me hirió de muerte, mi familia me disparó a la sien y, a pesar de todo, lo que me hizo la niña me demostró la nula vida que habitaba en mí, se escapaba en verdad. Ni el hambre, ni el frío lo hicieron tan bien; tampoco la infección de mi brazo, ni ese compañero que intentó envenenarme, o ese hombre que me golpeó hasta cansarse porque veía mucho su comida o esa valla eléctrica que protegía ese lago. No. Nada de eso me hirió tanto. Frente a mis tres pérdidas, estos últimos sucesos me mantenían incólume.

     La luz volvió pronto. Los tubos metálicos me mantenían formando un “X” y otro en la espalda, con ayuda de una cadena en mi cintura, limitaba seriamente mis movimientos. Unas cadenas reforzadas cubrían mis muñecas y me sostenían vertical y firme a la estructura fría.




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