A veces me pregunto si algún día alguien leerá mis palabras. Si mirará al pasado y me recordará, o si solo seré un nombre más perdido entre los tantos de la historia.
Tardamos una semana en llegar a la quinta de los padres de Adrián. Una semana tranquila, en la que no nos cruzamos ni con híbridos ni con personas. Hasta nos divertimos, nos hicimos más cercanos. Aligeramos un poco las penas de nuestros corazones.
—¿Ves ese camino de tierra? —Adrián le indicaba a Carlos, quien conducía la camioneta. Mamá estaba en el colectivo con Lima—. Ese es el camino a la quinta, seguí derecho.
Carlos hizo lo que le decía. Cinco minutos después estacionábamos frente a una casa de dos pisos (contando la planta baja) y paredes opacas. Para mí que venía de departamento, se veía inmensa. Adrián dijo que tenía cuatro habitaciones amuebladas y una en proceso, una cocina grande, dos baños (uno por planta), y una gran sala de estar con televisor de pantalla plana. Tenía un generador que funcionaba con energía solar, una sala de juegos, una biblioteca, y un sótano en donde guardaban conservas. Sin mencionar todo el terreno, lleno de pasto, flores y árboles. Se veía como una vieja casona antigua, aunque por dentro era bastante moderna.
—Es increíble —Murmuró Carlos—. Sigo sin entender por qué no lo dijiste antes.
—¿Tus padres son ricos? —Pregunté. Adrián sonrió con tristeza.
—Sí, eran...
Más tarde, Lima me contó que los padres de Adrián murieron a manos de los híbridos cuando todo comenzó, y que él se había salvado por volver caminando a casa desde la escuela junto a ella en lugar de ir en auto como comúnmente hacía. Cuando llegaron se encontraron la terrible escena y salieron huyendo.
Ella nunca quiso contar qué pasó con su familia.
Lima y Adrián se conocieron en la primaria y desde ahí se volvieron inseparables. Vacacionaban juntos cuando podían, se quedaban a dormir en casa del otro, entre otras tantas cosas. Eran casi familia, y Lima lo quería como a un hermano.
Pobre Adrián.
Podía verse desde lejos que él sentía algo por ella. Lima no lo notaba, o tal vez sí y lo disimulaba muy bien.
Pero volviendo al tema principal; entramos con precaución a la quinta, Carlos y mamá adelante, yo en el medio, y Adrián y Lima detrás, todos armados.
Dentro no había un alma, solo polvo y arañas. Hacía bastante tiempo que no iba nadie ahí. Adrián dijo que había unas personas que cuidaban la casa mientras no se usaba, pero ni siquiera ellos estaban. Su paradero siempre fue un misterio para nosotros, supusimos que o se habrían escapado con alguien más o que el caos los atrapó fuera de la quinta.
El lugar era espacioso, anticuado y simple. Tenía grandes ventanales, sillones cómodos y una estufa a leña, además de las eléctricas. Había frazadas gruesas guardadas en roperos, así que no la pasaríamos nada mal en el invierno. Sin contar que también teníamos el generador. No podíamos quejarnos.
Los jóvenes nos ocupamos de limpiar la gran casa mientras mamá y Carlos vigilaban y exploraban afuera. Estábamos aislados. La ciudad más próxima se encontraba a unos días de distancia. Podíamos estar tranquilos ahí un buen tiempo. Aunque, de todas formas, no había que descuidarse. Los híbridos podrían aparecer en cualquier momento.