“Raudos salieron del castillo del padre, a galope tendido, el templario solo sabía decir, más rápido, más rápido. Era como el viento, su corcel parecía no poner las patas en el suelo y armadura no pesara. No podía seguir el ritmo de este. Era super habilidoso con el animal, ágil con el peso que llevaba, parecía una sílfide deslizándose entre las ramas de los árboles, casi etéreo, pensó el muchacho.
Pasaron unas 8 horas y pararon el galope, los animales estaban exhaustos, necesitaban descansar y beber algo de agua. Aprovecharon para comer y charlar algo, el joven le pregunto al templario como era tan ágil y veloz con el caballo, el templario solo le dijo que tenían los mejores animales y el entrenamiento más duro y efectivo de todos los caballeros, manejaban cualquier arma y peleaban en cualquier terreno, tenían que ser veloces, agiles, fuertes y aguerridos, mostrar piedad con los enemigos y benevolencia con los amigos, ser miembro de los pobres caballeros de cristo del templo de salomón no era cualquier cosa, era una vida dedicada a los demás, pero también una vida de lucha, pelea, éxitos y fracasos. Tenías que ser muy fuerte para pasar de la primera reyerta, dijo solemnemente, “los templarios somos los primeros que entramos en el campo de batalla y los últimos que salimos, así abrimos camino a nuestros aliados hacia la batalla y los protegemos cuando salimos de ella”.
Después de esta puesta al día sobre el temple, volvieron a montar y salieron al galope de nuevo, a media noche llegaron al castillo del Temple, impresionante, majestuoso, en lo alto de la colina como un vigía avisador del peligro oteaba una gran cantidad de terreno, estratégicamente es perfecto, pensó el muchacho. Lávate y acuéstate en este camastro, mañana te recibirá el maestre, pero no sin antes orar a nuestro señor.
Así, las horas canónicas dividían las veinticuatro horas del día. Cada tres horas las campanas de los templos anunciaban el correspondiente rezo: a medianoche maitines, a las tres laudes, a las seis prima, a las nueve tercia, a mediodía sexta, a las tres nona, a las seis vísperas, y a las nueve completas. Se rezaba cada tres horas, el próximo rezo era el de prima y allí estaría junto con los demás.
Llego la prima y fue a rezar, llego junto con el jinete que lo trajo. Todos vestían una impresionante armadura de cota de malla y un hábito encima blanco con una gran cruz roja en el pecho. Entro en la capilla del castillo, su planta es dodecagonal, con un templete central de dos plantas, la misa la celebraba el maestre, en latín fluido y todos parecían conocer esta lengua, ya en desuso salvo por el clero.
Cuando terminó la misa el maestre le hizo una señal a él y a su escolta, fueron a una sala impresionante, de grandes dimensiones, adornada con colgaduras, escudos que no conocían de donde eran, armas de una y dos manos, algunas árabes otras cristianas, una mesa entrelarga presidia la estancia y detrás un gran sillón de madera, austero pero lleno de majestuosidad. El maestre se sentó en el sillón, y los emplazo para que se sentaran a la mesa, la cual estaba llena de comida, fruta, pan, carne asada, huevos, pescado a la parrilla e incluso vino. “Sentaos y acompañadme en el desayuno, así me pondréis al día de todo”. El joven se acercó tímidamente, se sentó y no cogió nada hasta que el maestro le interpelo por su hambre, se le veía deseoso de comer, pero su educación no lo dejaba meter mano sin que lo hubiera hecho su superior.
“Estoy encantado de que estés aquí chaval, vienes de una gran familia cristiana, eres diestro con la espada y el escudo, según me han dicho y tu fe de sobra reconocida, no en vano estuviste en un monasterio de novicio, ¿no?” dijo el maestre con vos calmada, pausada como si la vida no corriera en aquel lugar.
El joven solo pudo decir que era muy amable por las palabras que había dicho sobre el pero que no se ajustaban a la realidad, sino que era menos diestro de los que decía el maestre.
El maestre soltó una gran carcajada, “Y su modestia e inteligencia andan a la zaga de su fe hermano”, dijo mirando a jinete que lo escolto.
“Ustedes dos haréis un binomio, los templarios luchamos así, con un compañero siempre codo con codo, espalda con espalda, nos cuidamos y nos protegemos. A partir de hoy comeréis juntos, entrenareis juntos, dormiréis juntos y orareis juntos. Tenéis que conoceros, saber vuestros puntos débiles y vuestras grandes virtudes, así seréis mortíferos en el campo de batalla y os podre proteger mejor.” Los jóvenes asintieron con la cabeza, su vinculación estaba echada y parecían encantados de la situación.
El maestre le entregó su armadura que constaba de una cota de malla, un casco de barril, coraza, guardabrazo, codal, antebrazo y guanteletes, unas calzas que cubrían los pies y piernas, también de malla, muslera, grebas y escarpes y por supuesto un hábito blanco con la cruz roja, capa blanca con cruz roja sobre el hombro izquierdo, escudo ovalado con terminación triangular, hacha y mandoble con la parte superior redondeado.
Antes de entregarle la armadura, se realizó la ceremonia de la aceptación de los votos, siendo en esta donde los demás templarios lo conocieron.
Fue un primer día muy intenso, pero no tanto como los que tendría que vivir.
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Editado: 13.07.2022