El enigma en lo prohibido

Capítulo II

Así de mis labios no salga ni una letra, en mi interior estoy gritando de pánico. Ese hombre es el retrato de la furia: tiene las cejas arrugadas casi señalando hacia abajo, los labios bien apretados, y cada tanto los abre para decir un par de palabras irrepetibles. Se ve como de otra época. No hay ni rastro del hombre sereno que parecía ser hace un rato.

Mamá me mira a los ojos, no se ve miedo en los suyos, solo me ve con una intensidad con la que sé que intenta pedirme algo, pero no logro comprender. Bien podría estar pidiendo que no haga nada tonto, así como también que actúe de inmediato.

Me tiemblan los labios, sin embargo, consigo decir:

—No es… No es lo que usted piensa, oficial.

—Calla, y para atrás he dicho —dice, afianzando el agarre en el cuello de mi madre. Ella se queja arrugando la cara en respuesta.

Tomo la mano de Chad, de reojo logro ver que tiene la boca muy cerrada y los ojos bien abiertos.

—La mujer a la que piensa cortarle el cuello, es la misma que se encargó de sanarle sus heridas, no somos quienes le hicieron esto —digo.

Su mirada se suaviza, sé que titubea, no obstante, su agarre nunca se aplaca, y noto que mamá sufre por la fuerza con la que la sostiene.

—Nosotros no somos sus enemigos, solo queremos ayudarlo. ¿Podría soltarla, por favor? —prosigo, el sujeto agita la cabeza. Empiezo a desesperarme.

Comienzo a plantearme las distintas maneras en que puedo lograr que la suelte (ninguna exenta de mi propia muerte), pero antes de que llegue a optar por mi sacrificio, escucho los pasos y voces de Nathaniel y papá. Nunca los amé tanto como en este momento.

—¿Qué sucede? —pregunta mi padre en cuanto llega a nuestro lado. El oficial abandona el cuello de mamá para apuntar a hacia cada uno de nosotros y a nadie en particular—. Oficial, veo que ya ha despertado.

Papá hace el amague de avanzar hacia el interior, mas es detenido por la voz del hombre que sostiene a su esposa.

—Los van a depurar por esto, yo mismo lo haré —dice, con una lentitud que logra erizar mis vellos. No es una amenaza, es una promesa.

—¡Suéltala, cabrón! —grita Nathaniel. Papá lo detiene cuando trata de lanzarse contra el tipo, pero no hay fuerza que logre contener la mordaz mirada que le mandó de igual forma.

—Y tú serás el primero, niñato. —Su gesticulación es tan intensa que la pasta amarillenta que cubría la herida de su mejilla se cae y esta sangra de nueva cuenta—. Y luego tú —señala a papá con el cuchillo—, tú —ahora a Chad, y lo oigo tragar grueso— y tú. —Me ve.

El inmenso odio que carga en su mirar recae como piedras pesadas sobre mí, siento una sacudida en mi interior, no puedo apartar la mirada, me da miedo.

—No le hemos hecho nada, si no nos cree a nosotros, créales a sus compañeros —digo, porque no soporto el contacto visual más tiempo.

Él frunce el ceño, mas no es el único, también lo hace papá, Chad, Nathaniel y mi madre misma; sucede que estoy invitando a más oficiales a nuestra casa y ninguno de ellos es precisamente cordial. Quiero, e intento, tragarme mi propia lengua cuando el silencio se extiende por varios segundos, pero papá termina por hablar, y yo agradezco al cielo.

—Bien, claro, Nathaniel, ve en busca de un oficial —dice con suma serenidad.

—Por supuesto que no, este imbé…

—¡Ve! —grita papá, ahora más enfadado.

Mi hermano, enmudecido, se marcha con sus manos vueltas puños. ¿Y cómo culparlo? A papá se le puede intentar llevar la contraria una vez, pero en cuanto da un ultimátum, no hay más discusión. Nadie ha vivido para contar qué sucede después de que su cara se pone del rojo de las cerezas, y tampoco tenemos ganas de averiguarlo.

—Espero que esto no sea algún truquito, o les juro que me la cargo —soltó en un bramido.

—No es ningún truco, ya verá, por ahora solo nos queda aguardar —responde papá, y se encoge de hombros con una tranquilidad que incluso me pone a dudar de si él está consciente de que quien está en peligro en su esposa—. Disculpará, pero deseo entrar en mi casa.

Papá da pasos hacia él con mucha cautela, como si se tratara de un perro rabioso, Chad y yo lo seguimos con aun más circunspección. Esta vez, el oficial se ve obligado a retroceder, pero en el proceso nos analiza a todos, uno a uno, con una expresión tan neutra que no deja a la vista si nos está juzgando o si piensa en las movidas que tendría que hacer para salir bien librado de esta situación. Quizá costaría un poco de trabajo deshacerse de papá, sin embargo, en cuanto a Chad y a mí, le habríamos abierto el paso sin que tuviera que molestarse en pedirlo.

Yo tampoco dejo de verlo por dos motivos: el primero y con mayor peso, nunca había visto a alguien que tras ser brutalmente agredido pudiera defenderse con tal viveza; y la segunda, pero no menos importante, me aterra que se atreva a hacerle caso a sus más primitivos instintos y se vengue de mamá por algo en lo que nada tiene que ver.

—¿Podría… soltarme? —pide mamá, con la voz minúscula y la respiración casi ausente.

No hace absolutamente nada, parece a la defensiva.




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