—Cuando cesa la lluvia, a menudo Clary suele contemplar al sol que se alza en el cenit. Como parece más brillante que nunca lo señala y me dice que quiere que sea como él.
Un joven doctor conversaba con su paciente, una mujer morena de semblante pálido y melancólico que vestía de negro de pies a cabeza. La dama escuchaba con atención mientras sus ojos oscuros estaban perdidos sin mirar un lugar en específico, inmersa quizá en sus propios pensamientos.
—¿Igual que el sol?
—Si, quiere que siempre crea que vendrán cosas mejores, incluso si tengo días tormentosos.
En sus labios pálidos se esbozó una sonrisa vaga y triste.
—Es una niña encantadora. Tiene suerte de que su hija sea tan cercana con usted, mi hijo no confía en mí. Casi siempre está callado y viviendo en su propio mundo.
—Usted me había dicho que su hijo era muy responsable y atento. ¿Entonces por qué le preocupa tanto?
—Porque él sigue siendo un niño, ¡y quien sea quien se llevó a mi esposo también se robó la infancia de mi bebé! Casi nunca sonríe, ni me pide que cocine para él su comida favorita como los otros chicos. Incluso ahora que está en la edad difícil, ya ni siquiera me abraza. Tiene 14 años y en unos años más se irá de casa ¡y nunca pudimos hacer buenos recuerdos! Los niños se supone que deben ser energéticos...
El hombre la miró con atención y la animó a continuar.
—Desde que mi marido se fue las cosas cambiaron mucho. Mi hijo dejó de hablar durante los primeros días y no quería comer, ni siquiera lloraba. Pero lo peor de todo fue que se rehusaba a dormir, decía que no quería ir a la cama porque no quería que sus pesadillas se volvieran realidad. Después afortunadamente, casi todo volvió a la normalidad.
Se asomaban en sus ojos las lágrimas y su labio inferior temblaba.
—Tiene usted tiempo de sobra con su hijo, lo importante no es la cantidad sino la calidad. Tener un hijo con demasiada energía también es complicado, ¿sabe? Clary es demasiado inquieta, cuando era más pequeña y empezó a caminar todo se me hizo más difícil. Batallaba demasiado porque corría a todos lados y tenía que hacer malabares con mis estudios, tareas del hogar… Sabía que ella no era culpable de ser una niña, pero hacía demasiadas travesuras y mi paciencia se agotaba.
—Ahora que lo pienso, Dorian rara vez hizo alguna travesura. Cuando yo era niña me comportaba como él, siempre con la nariz pegada a un libro. Aun lo hago, por supuesto ya no tanto por entretenimiento.
—¡Vaya! Francamente mi hija no se parece a mí cuando era niño, yo era un niño muy solitario, pero huraño… —le contestó de vuelta haciendo una pausa larga.
La señora Prince llevaba un par de años consultando en su clínica, padecía un trastorno melancólico y era adicta a la morfina. Aunque los tratamientos comunes incluían láudano, hidrato de cloral y otras sustancias, Baudelaire sabía que no siempre eran la mejor ayuda para los pacientes.
Solían provocar alucinaciones e intentos de suicidio, así que prefería asegurar el bienestar óptimo de la señora Prince recetando dietas y rutinas de ejercicio. Le recomendaba disminuir poco a poco su consumo de láudano para evitar el síndrome de abstinencia. La admiraba por su fuerza de voluntad y querer cambiar para pasar más tiempo con su hijo. Él mismo conocía lo difícil que era criar un hijo por cuenta propia, más cuando era imposible estar en casa todo el tiempo.
A juzgar por las descripciones y al deducir por su propia cuenta, su hijo era un muchacho con buenas notas y que se dedicaba a realizar los quehaceres domésticos. No tenía más pasatiempo que leer y atender a su madre. Había madurado demasiado pronto y era obvio que callaba para evitar preocupaciones a su madre quien al tener múltiples trabajos como el de institutriz y secretaria siempre estaba cansada.
—Una vez me quedé dormida en el sofá. Y cuando desperté estaba en mi cama, mi hijo me cargó en brazos como yo lo hacía con él. Soñé que me sonreía dulcemente mientras me cantaba una canción de cuna. ¡Se supone que yo debo de cuidarlo!
—No hay nada de malo en la gratitud, señora Prince. Es la manera en que él expresa su amor hacia usted, todos somos diferentes. Incluso yo conocí a un hombre al que considero un padre y sé que llegó a quererme, aunque nunca me dijo cuánto me apreciaba. Algunas personas son más de acciones que de palabras y eso está bien.
—P-pero doctor, ¿y mi deber como madre?
—Usted es una buena madre, siempre da lo mejor de sí y por eso no debe sentir culpa si su devoción es recompensada por su hijo. Estoy segura de que su hijo la ama y se preocupa por usted.
—Entonces, ¿cómo puedo hacer para llevarnos tan bien como antes?
—Dígale cómo se siente y verá que le dirá la razón de su silencio. Sería una buena idea que le diga sobre su enfermedad.
—¿Será prudente que le cuente que estoy loca?
—Usted no está loca, las voces que escucha son efecto secundario del láudano. Pero si continúa con el tratamiento al pie de la letra, se recuperará y dejará de sentirse cansada.
Ella secó sus lágrimas con sus guantes, pero el doctor Baudelaire le ofreció su pañuelo.