El espectro de Samhain y la dama de los túmulos

Capítulo XVII

Grimshaw peinó cuidadosamente su cabello plateado que engominó con tupé y después se fue a la otra habitación para afeitarse los rastrojos de una incipiente barba castaña con una navaja. Cuando terminó, pasó su mano por sus mejillas para cerciorarse de que ya no estaban ásperas. Enjuagó su rostro en una palangana, con evidente satisfacción, y limpió su rostro con un paño.

Desde el espejo enturbiado del tocador le veían unos ojos fríos y desiguales. Un iris era azul cenizo y el otro era rojo granate, como es habitual en las personas albinas.

Un reflejo que le desconcertaba, aunque sabía que él era la persona que le devolvía la mirada. Ese hombre era un desconocido, sus pómulos eran altos, su frente era amplia y su nariz recta le daba aspecto aristocrático que le intrigaba.

—Padre, ¿aún sigues en el tocador?

—Ya voy a salir. Shakuntala, ya acabé de rasurarme.

—No, está bien, tarda todo lo que quieras. Me voy al trabajo, solo recuerda alimentar a Ramu antes de irte.

—Cuídate, Birdie, no te preocupes por ese barril sin fondo. Te juro que si no deja de comer tanto, nos dejará en bancarrota. Debí pensarlo mejor antes de adoptar a un perro Terranova.

Después de despedirla, decidió alistarse para irse a trabajar. Cassius Alphard Grimshaw era un cochero y jardinero exclusivo de una familia de Mayfair, hecho inaudito para un hombre de su clase social.

Debido a sus buenas maneras y etiqueta difíciles de encontrar, dejaron pasar esos ligeros inconvenientes sumados al hecho de que no estaba casado y tenía una hija adoptiva que provenía de un país radicalmente diferente al suyo. La mayoría de la gente asumió que era viudo y que Shakuntala solo era su pupila.

Vivieron por mucho tiempo en el barrio más pobre de todos, el East End. Ahí fue donde lo habían encontrado en un callejón de Whitechapel, vivo de milagro, pero con la ropa andrajosa y despojado de casi todas sus pertenencias.

La única posesión que le quedaba como vestigio de su pasado era un reloj de bolsillo al que se había aferrado con desesperación, sin soltarlo de su mano derecha ni una sola vez. Incluso con su palma y dedos magullados, seguía sosteniéndolo, siendo así como despertó algo aturdido por el dolor que lo aguijoneaba, en el piso consultorio de un doctor.

Tempus fugit, amor manet era una frase que estaba grabada en la tapa del artefacto junto con las iniciales de quien aparentemente era su esposa o prometida. O un amante, quizás. No tenía manera de saberlo en realidad y eso le dolía un poco.

Con amor. L.J. Prince

A menudo se encontraba a sí mismo tocando el relieve hundido de esas letras, como si haciéndolo pudiera descubrir quién fue aquella mujer.

La impresión persistente de que se olvidaba de alguien invaluable en su vida se albergaba en su mente con frecuencia; aparecía una opresión en su pecho semejante a una arritmia, como si le hubiesen arrancado el corazón de una forma lenta y dolorosa.

La cuestión se tornaba más extraña tratándose de su vida sentimental, pues no tenía la intención de rehacer su vida casándose, quizás por segunda vez (aunque no tenía forma de saberlo, por supuesto) porque no podía lidiar con la incertidumbre de que se convertiría en un hombre infiel y bígamo. La sensación de pérdida, el hundimiento en su estómago, el toque fantasmal de unas manos suaves en su rostro… A menudo se frotaba el dedo anular como si su subconsciente quisiera cerciorarse de que realmente no había un anillo.

Además de que las mujeres le parecían todas iguales, si tenía que elegir a una para compartir su vida contrayendo nupcias, preferiría hacerlo con alguien que lo hiciera sentir cómodo y ese requisito hasta ahora era imposible de cumplir.

A veces se sentía como un hombre incompleto, con un vacío enorme que no podía llenar por más que intentara continuar con su vida. Sentir nostalgia por un pasado que no conocía era algo recurrente, caerse a pedazos por la ausencia de esa hipotética mujer amada. Estaba fastidiado de no poder conocerse a sí mismo. Si los recuerdos son los que nos hacen humanos, ¿entonces qué sería él sin ellos?

Cada vez que veía a las familias caminando por las calles, se encontraba a sí mismo preguntándose si alguna vez fue igual que ellos. La gente iba y venía, sonriendo, intercambiando miradas. Los primeros años de su vida en soledad, al contemplar esas escenas, se sentía como un mirón, y se avergonzaba de ver a todos sin que nadie le viera. Una punzada de celos también se colaba en ese sentimiento, ¿por qué él no podía tener algo así? Él, en cambio, vagaba sin compañía, como un alma en pena y en silencio, sin escuchar las palabras de alguien más.

Las jóvenes parejas más audaces se tomaban de la mano sin importar la mirada indignada de los mayores ante su descaro. De vez en cuando, los chicos murmuraban un “te quiero” en el oído de sus damas, quienes soltaban chillidos de emoción debido a aquella simple pero sincera declaración.

“Arrumacos y cursilerías de novios” había oído decir a su hija con repulsión, una vez que ambos paseaban a Ramu por el Hyde Park. Al mirar a Shakuntala, tenía la certeza de que había sido padre en su vida anterior, y que probablemente su hijo biológico también tenía el cabello negro igual que ella, ya que la vaga visión de revolver los mechones oscuros de un niño tendía a aparecer en su mente en ocasiones.




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