Belén trataba de comprender mis acciones, aunque no tuviera suficiente claridad sobre lo que pretendía encontrar en los periódicos. Asimismo, el recorte entregado entre los hombres, en la calle, podía tratarse de algo lejano a la actualidad, pero la curiosidad era suficiente.
Con la llegada de los mismos, los desplegué con soltura y las copas quedaron reservadas junto a la vidriera. Fue imposible no exponernos a la atención pública y, colaborando, mi amiga exclamó:
– ¡Acá presente el orgullo! ¡La Inspectora Neia! –
Haciendo trompa, con lo que mis finos labios lo permitían, pedí silencio. Ella sabía perfectamente que ser reconocida por extraños me generaba pudor.
– Enorgullécete amiga. No cualquiera lo consigue. ¡Inspectora de la DDI! –
No pude evitar sonreír por el comentario y, confiada, Belén me acomodaba el mechón de cabello que descendía por encima de mi ojo para favorecer la lectura. A medida lo peinaba con su delicada mano, detrás de mi oreja, cruzamos las miradas. No obstante, no éramos las únicas que se veían con elocuencia.
– No tengas miedo – Murmuraba ella y negué, a medida observaba como le brillaban esos ojitos, incluso más que las copas y los cubiertos.
En lo que asimilaba su bella mirada, regresé la atención al periódico y leí cada uno de los artículos. Buscaba al azar algo que atrajera mi interés, dejando una mano libre y presionando el codo sobre la mesada. Colgaba los dedos en su dirección, cuando, antojadísima, ella, posó un cigarro entre mis dedos y, simulando una cámara fotográfica, al hacer un recuadro con sus holgados dedos, guiñó un ojo y musitó:
– ¡Chick! –
Siquiera me sentaba acorde al ambiente. Alzaba una rodilla con el pantalón tan gastado y recortado que dejaba entrever mi pierna. Estaba tan cómoda que el público podía vernos de manera extraña. No obstante permanecíamos viéndonos, las dos, sonriendo, cruzando miradas, gestos y demostraciones dactilares. Pero mi mente permanecía consciente en el caso.
Y, entre numerosos títulos fui acotando las posibilidades. Un recorte hacía mención sobre el reducido personal en el Hospital y sostenía que el servicio frente a los enfermos se volvía muy flojo. Otro artículo hacía mención sobre la privatización de empresas nacionales y lo que ello implicaba. Y, finalmente, entre varios temas hallé una lista sobre desaparecidos bastante acorde a la que hubiera visto fuera del restaurant.
– Sigue desapareciendo la gente amiga. Nunca vamos a superar nuestra historia y los casos se repiten –
En silencio, asentí. Reflexionaba que el 90% de nuestros casos policiales deberían dirigirse a este tipo de búsquedas. Sin embargo, por alguna razón, pocas veces eran asuntos estimados.
¿Sería el caso del expediente secreto un asunto respecto a las desapariciones?
Y, entre la búsqueda me mordí los labios, tenía deseos de recortar el titular sobre los desaparecidos, pero nos hallábamos muy a la vista.
– Amiga –
Me llamó de pronto. Sin dudas contaba con una intuición a flor de piel, que le permitía reconocer todo lo que necesitaba en el momento preciso. ¿Qué sería de mi sin su atención?
Asentí, siempre dispuesta a escuchar, más no tanto a emitir respuestas.
– ¿Por que no llamás a tus padres para contarle la noticia mientras yo...? –
Palidecí al ver como sostenía el cuchillo con sutileza. Tan confiada como una cocinera, su segundo oficio, dedicada a la preparación y elaboración de masas finas de confitería. Aunque solo se tratara de una afición. A diferencia suya, yo estorbaba en todo lo que implicara manualidades.
Y, sin emitir respuesta, asentí dubitativa, solté el cigarrillo y me erguí sobre el asiento. El bigotudo mozo me guió hacia el fondo, en dirección al escusado, adónde se hallaba una cabina telefónica con uso de monedas. De espaldas al público, me apoyé sobre la misma, sin perder de vista la vidriera, los peatones y el Hospital a mitad de cuadra.
Siempre contaba con alguna moneda por si acaso surgiera hacer una llamada y, mientras aguardaba el tono, imaginé a Belén Palacios, tan extrovertida y opuesta a mi, recortando el periódico delante de todos, con libertad y anunciando que yo sería la encargada en desetrañar todos las desapariciones. Gracias a Dios solo fue producto de mi imaginación.
Entre el tumulto de gentes, advertí como regañaban al señor del delantal celeste y le llevaban de prepo al interior del Hospital. Aunque no lograra individualizar a alguien del área de medicina entre tanto gentío, el acto había alertado mi atención, hasta que oí como mi madre tomaba el tubo y, prácticamente, mis ojos se llenaron de lágrimas al escuchar su simpatía.
Siquiera acababa de asimilar como solté todos mis miedos para pronunciar, con estima, haber sido seleccionada como cadete en la DDI.
Y, en lo que avanzaba la conversación anuncié que aún no tenía un caso fijo, pero que ya había experimentado mi primer peritraje. Luego, conté que estábamos por almorzar lasagna junto a Belén. En tanto me disponía a despedirme, me voltee a mis espaldas y me percaté que mi compañera había sido descubierta intentando sustraer un artículo del periódico, por parte del sirviente que se disponía a servir los platillos.
Regresé más pálida por el posible hurto, que porque me hubieran oído conversar. Pero, para mi sorpresa, ella lograba calmar el imprevisto al garantizar que cómo oficiales lograríamos descubrir el paradero de los desaparecidos y dar con los culpables. El hombre rogaba que halláramos a una tal Margarita Cañada. Se trataba, justamente, de una joven cocinera y dueña del Restobar. Era, sin lugar a dudas, la popular Doña Margo.
Así defendieramos la posibilidad, sin tener acceso a los casos del destacamento, algunos clientes se enseñaban reacios al considerar que los halcones eran una solución factible. Incluso nos criticaban por ser mujeres, como si fuésemos menos habilidosas y, en tanto comenzaba una machista disputa, el mozo solicitó que se retiraran por su hostilidad.