Durante el avance me sorprendí ante la movilización de personal que nos individualizaba con recelo desde los pasillos. ¿Seríamos, acaso, intrusos para ellos?
A lo lejos, pude alertar más escaleras. En lo que nos aproximábamos a la meta, resolví hacerle una pregunta al hombre delante. Incluso Artemis se asombró al oír nuevamente mi voz.
– ¿Cuál es la marca de su coche favorito? –
El hombre se detuvo de pronto, delante de las escaleras, y muy sonriente se volteaba. El detective Artemis no me perdía de vista en completa confusión, al tiempo que un nuevo escalofrío manaba por mi entero cuerpo.
– Chevrolet, por supuesto. ¿Y el suyo? –
No me quitaba los ojos de encima. Casi como si me desafiara a una picada al término del tour e instantáneamente me quedé sin habla. Recordaba de pronto a mi padre y su dedicación a la mecánica de los Torinos. No obstante, Artemis se apresuró:
– Ford. Toda la vida –
– Los mejores, ambos – Agregó el flacucho.
Agradecía la imprevista decisión de mi compañero, al tiempo que tomaba el bloc de notas en mi bolsillo.
El hombre procedía, entretanto, a explicar que en los pisos superiores poseían las áreas de urgencia y terapia intensiva, mientras que en el tercer nivel contaban con un comedor y dormitorios para aquellos pacientes que, por un motivo u otro, debieran quedarse en la clínica.
Me hallaba dibujando en el bloc un círculo con diversas líneas que simulaban a una cabellera. Junto al retrato marqué un signo interrogante. En tanto resguardaba las notas, un nuevo cabello descendió sobre mi frente y se alojó sobre la hoja del borrador.
– ¿Podríamos conocer el comedor? – Indagaba el Inspector, rompiendo el hielo.
– Extraoficialmente no habría problemas. Pero para investigaciones, deberían solicitar una orden de registro – Respondía, el animoso hombre y, sin dudas, el Inspector contestó de forma comprensiva.
– Desde luego. Solo observaremos y no tomaremos nota de nada –
El inspector me miró con cierto desdén y acabé liberando las manos de los bolsillos.
Avanzábamos ya, escaleras arriba. En el primer piso localicé la señalización junto a la pared. Se advertía un círculo rojo y la flecha ascendente en tono celeste. En lo que proseguíamos el ascenso, llegamos al tercer nivel, adónde la mayoría de enfermeras y enfermeros nos alertaban con los ojos saltones. Casi como si se trataran de buhos que se alertaban al notar una amenaza. De pronto, se reunían unos a otros, ocultaban cierto desorden detrás de una holgada barra, conformando una muralla humana.
Algunos vasos sobre las mesas parecían contener líquido oscuro, que no demoré en relacionarlo con el café. No obstante, también se podía presenciar masetas segregando restos líquidos de barro sobre dichas mesadas.
– Me temo que llegamos muy tarde. Los pacientes almuerzan temprano e inician su siesta a diario – Murmuró el sonriente hombre y el Inspector, comprensivo, asentía.
No obstante, me percataba que más de uno de los presentes sudaba de nervios. Asimismo, algunas de las puertas que guiaban a los dormitorios estaban recubiertas por guardias que estaban quietos delante de sus ingresos. Casi asimilaba más a una prisión que a un comedor.
En lo que optábamos por retirarnos, resolví acercarme a una de las mesadas. Me disponía a tomar uno de los vasos con café y sentí que la mayoría me atendía al límite de los nervios. Cuando, de repente, una enfermera apareció y, portando una bandeja de plástico ofrecía tazas con café.
– ¿Gustan un café recien preparado, oficiales? –
Al notar su llegada no pude perder de vista de quién se trataba. Con el corte de cabello carré, castaño, la falda corta de oficina que remarcaba sus muslos y la blusa celeste. Se trataba de aquella mujer, que en la mañana había visto entregar un emparedado al señor de la calle. Asimismo, su sonrisa se me hacía conocida de algún sitio.
– Muchas gracias señorita y Doctor. Pero la cadete y yo debemos seguir camino ya – Respondió Romeo Artemis.
Contemplando el café caliente en las delicadas tazas, asentí, al tiempo que las diferenciaba con aquellos vasos de plástico.
Al tiempo que nos dirigíamos hacia las escaleras, alcé la vista hacia el techo del tercer nivel y, para mi sorpresa, o quizás no, la pintura era la misma que la del Hospital Público. Y, en lo que descendía la vista, sentí un susurro a mi lado. Tan cerca, que por poco me espantaba:
–No me dijo la marca de su coche favorito, señorita –
Al voltear la mirada, percibí al sonriente flacucho mirándome. Se encontraba tan cerca, que por poco nuestras melenas pudieron haberse mezclado. Contaba con una mirada tan serial que me provocó miedo.
– T... Torino – Tartamudeaba. – Nacional – Respondió aquél esbelto hombre y, a medida cruzaba ambas palmas de las manos, parecía dedicarme una señal de oración.
Al instante, sentí como el Inspector Federal cerraba los dedos en mi antibrazo y, aunque su tacto me generara repulsión, me tranquilizó al imaginar a mi padre alejándome de un sitio incómodo.
Descendimos, casi como si nos corrieran del sitio. Al llegar a la salida, encontramos numeroso personal presente. Cuyas miradas, de pocos amigos, nos brindaban una pasmosa despedida. ¿Habríamos estado, imprudentemente, en la cueva del lobo? ¿Habría hecho la misma investigación, David Attheu en solitario?
En lo que regresábamos al Ford Falcon, el Inspector parecía dispuesto a regañarme y, contra toda probabilidad, tomé la iniciativa y musité:
– Gracias por sacarme a rastras de aquél lugar. Realmente me hacía falta –
Atónito, el anciano, se reservó los comentarios y, asintiendo, respondió:
– Regresemos al destacamento. Sin orde de registro estamos abusando de nuestro poder. Y ya va siendo hora que accedamos al expediente –
La mayor incertidumbre culminaba. El Inspector desconocía el expediente. Entonces... ¿qué habríamos estado investigando?