El Fantasma de la Música

Prólogo.

Veinticuatro de diciembre de dos mil dieciocho, un día antes de la esperada Navidad.

Las calles de la ciudad de Londres se encontraban cubiertas por gruesas capas de nieve que había caído en los últimos meses. Literal, no había lugar donde no predominara el color blanco.

Y es que ese día, cuando el sol al mediodía pareciera que no podría dar el tan anhelado calor como muchos quisieran, los nubarrones bañaban el cielo por completo, avisando de una posible lluvia congelada, quizá tormenta.

De todas formas, los ingleses ya estaban acostumbrados a éste tipo de clima, por lo que a la familia Hamilton no les fue ningún problema traspasar aquel cúmulo blanquecino de nieve.

El auto negro que los transportaba a toda la familia iba a una velocidad considerable del lado izquierdo del carril. Dentro, reinaba un silencio bastante cómodo, sabían que no hacía falta entablar una conversación para pasar el tiempo, algunas veces escucharte a ti mismo es una buena idea para conversar.

En los asientos delanteros, el padre de la familia iba concentrado en la carretera, mientras la madre le daba algunas indicaciones de qué camino tomar de vez en cuando para llegar a su destino: Westminster; los pequeños de la familia iban atrás, con sus respectivos asientos y cinturones puestos.

Abraham, el mayor de los hermanos contando con doce años de edad, iba sentado a la izquierda de los asientos, escuchando sus canciones favoritas mientras sus ojos ámbar admiraban el horizonte por donde el sol poco se veía morir; sus cejas pobladas estaban relajadas logrando una mirada apacible y dormida sin objetivo en la mira alguno más que el del horizonte.

De vez en cuando pasaba su mano por su cabello negro oscuro para peinarlo o despeinarlo, moverlo a la derecha o a la izquierda, parecía como si fuese un pequeño tic inofensivo. Sus mejillas y parte del puente de su nariz recta y respingona, que tenían pequeñas pecas que lo hacían ver tierno, estaban sonrojadas; y su mandíbula de ángulos suaves se movía paulatinamente masticando un chicle con sabor a tutti frutti.

Sus manos jugueteaban con el cable de sus auriculares, intentado de alguna manera no ser tentado de sus ganas de cantar o bailar, le apasionaba tanto las canciones que estaba escuchando, que le era imposible no moverse al compás de la música. No lo hacía, por vergüenza, y por respeto al silencio formado. El que sí estaba algo movedizo era su hermano menor, Thomas, sentado en el medio de los asientos, a su derecha.

Éste jugaba con su figura de acción de treinta centímetros de Superman, mientras sus ojos marrones claros seguían divertidos la capa roja incluida en el juguete que se ondeaba como una bandera al hacerlo volar por los aires.

Lo hacía elevar hasta su abundante cabellera castaña y lo hacía descender en picada para retomar vuelo otra vez. Él era muy parecido a su hermano en cuanto a apariencia, dejando de lado sus ojos y cabellos marrones. La que sí no se parecía a ellos, es su hermanita May, la menor de la familia con seis hermosos años.

Sus cabellos eran dorados, de ojos azules y su piel era mucho más blanca en comparación a sus hermanos e incluso padres y abuelos, pese a que en Inglaterra no aparecía tanto el sol como para broncear la piel. Sabiendo que toda la familia Hamilton poseían ojos y cabellos oscuros, ella era la única —posiblemente— Hamilton de cabellos y ojos claros.

«De todos modos, era algo que tenía que pasar» decía su madre, viéndole el lado positivo.

May jugaba con su peluche favorito: un mono de pelaje blanco, de extremidades alargadas y cuerpo mediano, llamado Mateo. Obtuvo tal peluche meses después de su nacimiento de la mano de su tío paterno, pensando que ella tal vez sea albina por lo cual este peluche era perfecto para la niña, cuando en realidad la producción de melanina en May es muy lenta y reducida, dándole esta característica que la hacía ver única en su árbol genealógico. No había día, que no llevara su peluche a todos lados o no lo tenga en brazos. Tampoco noche, que no durmiera con Mateo.

Thomas se cansó de jugar con su juguete de Superman, y miró por la misma ventana por la que Abe, diminutivo de Abraham, veía. Lo único que vio, fue el color blanco: pinos bañados en nieve, montañas de nieve, suelo de nieve, e incluso sintió una leve resbalada que hizo el auto debido a la carretera congelada. Empezó a detestar la nieve en ese momento.

El corazón del padre estaba que salía de su tórax, hace tres años que conducía y sabía conducir, pero aún no ganaba experiencia con carreteras congeladas. Sus nudillos estaban blancos de la fuerza que ejercía apretando el volante, que debía ser la misma fuerza que empleaba en su apretada mandíbula y en su entrecejo bien fruncido; respiraba pesadamente, si algo le pasaba a su familia a causa de un movimiento brusco realizado por él, no se lo perdonará jamás.

—¿Ya llegamos? —preguntó su hijo, con tono cansado, seguramente de ver montones de nieve.

Su padre abrió la boca para contestarle, intentando mirarle por encima de su hombro a la vez de no sacarle el ojo a la carretera. Sin embargo, un auto que no vio venir en ningún momento, pese a estar muy atento a los espejos retrovisores, los adelantó a toda velocidad levantando un humo negro procedente del caño de escape del cacharro oxidado, nublado la vista del conductor por un largo trayecto.

Fue tan repentino el pase del otro auto, que el padre al asustarse de no tener visibilidad de la carretera con todo ese humo negro, perdió el control de su auto al hacer un mal movimiento en el volante, logrando una reacción en cadena: las llantas, al girar a izquierda, resbalaron en el cemento congelado al no conseguir fricción; el padre, tratando de corregir su error más asustado que antes, giró bruscamente el volante hacia la derecha, pensando que si seguía hacia la izquierda iban a estrellarse contra uno de esos pinos plantados a un costado; al ir a la derecha, se dirigía derecho hacia una pared de nieve que previamente había sido removido del cemento por el que los autos pasaban a diario. Que por suerte ese día y en ese momento no pasaban.




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