Mona subió los crujientes y estúpidos escalones de su casa materna, colmada de malos recuerdos.
No porque sus padres hubiesen sido malos con ella, de hecho la habían consentido bastante, ni tampoco porque sus recuerdos en aquella mísera construcción de dos plantas fueran del todo desagradables. Sino, malos por el sentimiento de inferioridad que había experimentado al tener que vivir casi veinte años de su vida en aquella absurda casucha pobretona a la que los idiotas conformistas solían llamar un hogar decente de clase media-alta.
No era suficiente.
Ella siempre mereció más, siempre soñó, ambicionó y quiso más. Una mansión en Malibu hubiese estado bien, codearse con París Hilton o Britney Spears desde su más remota juventud, salir con Justin Timberlake, Nick Carter o algún emblemático de los noventas. Sin embargo no, toda la vida tuvo que aguantarse que gente cualquiera pudiera dirigirle la palabra y considerarse digna para ser su amiga.
Llegó a su habitación y abrió la puerta, dejando que la embargaran los recuerdos de cuando era pobre, cuando era pobre y la fama no era más que un sueño y una meta que aunque lucía inalcanzable, resultó no serla.
Las décadas oscuras, solía llamarlas, y cada vez que las pensaba, sentía deseos de golpear a alguien.
Demonios, necesito un porro urgente.
Ingresó a su antiguo cuartito, revoleando los ojos con exaspero al ver la pocilga rosada y pobre en la que había sido obligada a crecer.
La cama color rosa bebé seguía intacta, aún inundada de los ositos de suave felpa sobre los que se había tirado a varios de la escuela secundaria sin que sus padres siquiera se dieran cuenta.
Se los había tirado por el simple hecho de que estaban allí, siempre molestando, estorbando, insistiendo...
Se los había tirado porque siempre podía ver su rostro por sobre sus fofas espaldas plagadas de acné.
El rostro de Danton en el póster de su pared.
Él aún seguía allí. En la imagen —que de hecho no era más que la tapa de la revista Premiere que su padre le había comprado (solo lo primero con lo que lo manipuló) para que Monie no le dijera a mamá que él se había estado liando con la secretaria— tendría apenas unos 20 años de edad y las pequitas en su nariz eran más notorias de lo que eran en la actualidad. Sus ojos verdes, frescos e hipnotizantes ante la expresión sensual que la había mantenido en vilo tanto tiempo. Siempre creyó que aquellos ojos eran capaces de conquistar el mundo si así lo deseaban, tenían poder.
Me gusta el poder.
Y esa boca. Siempre le habían gustado las bocas grandes, le habían gustado las bocas grandes desde que vio por primera vez a Danton sonreír.
No se avergonzaba de nada, ni de haberse tirado a todo el equipo de football americano, uno a uno —a veces dos a dos— imaginando que eran Danton. Lo había disfrutado y siempre sería su secretito personal, muy bien guardado.
Se aproximó al póster con paso gatuno y pasó su mano de largas uñas sobre aquel rostro juvenil, había tenido apenas doce años cuando había colgado esa tapa allí y tampoco se avergonzaba al recordar que ya en aquella «floreciente» edad tenía los pensamientos más pecaminosos puestos sobre él.
Había sido bastante promiscua de pequeña, pero nadie siquiera lo sospechaba, su madre la había bendecido con un rostro angelical y su padre con un cerebro lo suficientemente inteligente como para ser capaz de ocultar amantes durante años.
Claro que sí, su camino al estrellato le había valido chupar mucho y variado, como decía una canción de Lana Del Rey, se había follado a varios para estar donde estaba y había tenido que amenazar a otros varios para que cerraran el pico respecto al tema.
Pero nuevamente no le importaba. Porque finalmente se había deshecho de todo lo que odiaba; de aquella casa pobre, de aquel cuarto rosa, de un futuro predecible como secretaria fácil, de aquellos «amigos» pobres y de aquella sensación de mortalidad inminente.
Y tarde pero seguro, había llegado a Danton. Había logrado el papel en la película en la que él salía y tan sólo al llegar, al verlo, al poder tocarlo sin que tras él hubiese una cochina pared rosa, Dan había pronunciado la única estúpida palabra que impedía poder tirárselo como había fantaseado desde los trece.
—Emily —masculló recordando con rabia todas las veces que lo había oído pronunciar aquel miserable y horripilante nombre de frígida «Emily es fotógrafa» «extraño a Emily» «Emily me hizo de comer eso una vez» «a Emily le gusta abrazarme al dormir» «vi esa película con Emily» «quizá vaya con Emily algún día» «Emily la monta que es una maravilla» «Emily la chupa muy bien»
—EmilyEmilyEmily —masculló con los dientes apretados, rasguñando un poco el póster, justo en el entremedio de los lineales y sabrosos labios de Danton—. Cariño mío, conseguí mis implantes chupando, no hay duda de que yo lo hago mejor que Emily.
La situación era nefasta, el ojo derecho comenzó a latirle y sintió sin previo aviso de que estaba por perder los estribos. Abrió su bolsito de mano, dentro de él había una pequeña latita cuadrada en donde reposaba un cigarro de marihuana ya preparado.
Debía tranquilizarse, y sabía que la marihuana no era lo suficientemente fuerte, había dejado su pequeño collarín con heroína en la casa que alquilaba en Los Ángeles y no volvería hasta las ocho de la noche, pero sin dudas la maría la haría precavida de no exponer sus pequeños...exabruptos. Sus insignificantes arranques de cólera.
Prendió el porro aún sin despegar los ojos del pequeño desgarro en los labios de Dan, esos labios la habían besado, y vaya que había sido rico, pero no expresamente porque esos labios hubiesen deseado besarla. Sino porque un papel así lo pedía.
No había sufrido un ataque de adrenalina, de lujuria siquiera de violenta excitación, no se había dejado llevar por su lado oscuro o animal, no había experimentado ningún arranque carnal. Simplemente se había visto obligado a besarla.