Jeremy Lane ingresó por el jardín delantero a la casa que su hijo tenía en Issaquah, su pueblo natal. Hacía más de un mes que el pequeño cabrón y su novia estaban instalados allí, y ambos se habían dedicado a que cada día de su vida, desde que habían anunciado que llegaban, fuese nefasto.
Claro que nefasto en el buen sentido, en el sentido satisfactorio; amaba renegar, principalmente con el benjamín de su familia y esas ideas liberales que le había implantado su difunta esposa cuando era sólo un niño maleable.
La dulce Grace y su amor por las cosas roñosas, el rock y los homosexuales con vestido.
Atravesó el blanco jardín donde siquiera la hierba se vislumbraba. Había sido una caminata obligatoria ya que los caminos estaban tapados de nieve y nadie podría transitar en vehículo hasta que la barredora llegara.
Observó con calma lo hermoso que ese lugar era y como Grace lo había deseado toda la vida. Lo había deseado y él no se lo había podido dar.
Observó con el ceño fruncido dos muñecos de nieve en la entrada, apenas cruzando el portón. El primero tenía una sonrisa grande, más bien redonda, como si fuese una exclamación hecha con un puñado de piedras color oscuro, una zanahoria pequeña hacía las veces de nariz. Sin embargo no era eso lo que le llamaba la atención, sino la conjunción con el otro muñeco, uno que lucía femenino por la forma redondeada que tomaba su pecho, éste estaba recostado en el suelo, con su cabeza pegada a otra zanahoria que nada tenía que ver con su nariz, ya que esta zanahoria salía de la parte baja del cuerpo del muñeco masculino.
Se trataba de una felación entre muñecos de nieve, y eso solo podía ser obra de la perversa mente de su hijo. Subió el nevado porche con la agilidad que aún conservaba de toda una vida de soldado (jubilado de coronel, cabe mencionar).
Una de las cortinas de la ventana estaba corrida así que dio un vistazo antes de golpear. No le gustaba molestar si estaban ocupados, prefería volverse a su casa para tomarse un té dulces sueños y contemplar con añoranza cada repetición de Bonanza que pasaban incansablemente en la tv.
Muchas veces los había visto a los besos, como si fuese una imagen repetitiva de Reth Butler y Scarlett O'hara en Lo que el viento se llevó. Claro que no le molestaría ese cuadro (o al menos no mucho), si no fuese porque las manos de su hijo se propasaban en varias ocasiones.
En ese momento Danton (por suerte) tenía las manos ocupadas en un grueso fajo de billetes falsos, probablemente atendiendo a una tarde de Monopoly con su joven novia.
Un juego no era nada serio, podrían parar para atender las demandas de un viejo de casi ochenta.
Golpeó la costosa madera de la puerta, dispuesto a que el primer reto para con Danton fuera por aún conservar los adornos de Navidad cuando esta ya había pasado hacía un mes.
Habían vivido una hermosa Navidad los tres juntos, bajo una perfecta capa de nieve. Danton y Emily habían recorrido veinte cuadras a pie a la casa del viejo Jeremy Lane, donde pasaron una de las Noches Buenas más tranquilas y amenas de todos los tiempos, una que trajo a su viejo cerebro paleadas de recuerdos gratos.
Lo mismo con año nuevo y, pasado un tiempo, la costumbre había hecho visible el deseo de quedarse allí que poseía su hijo.
Danton finalmente se había encontrado a sí mismo y era el buen hombre que, de hecho, nunca había dejado de ser. Emily era la compañía perfecta, complaciente y comprensiva y las constantes visitas de él—y claro, de los desastrosos amigos de su hijo— le aportaban a sus días algo especial.
Danton se levantó rápido del sofá y abrió la puerta con una gran sonrisa.
Una muy grande, pensó Jeremy observándolo con desconfianza de pies a cabeza, encontrándose con los pies desnudos de su hijo.
—¿Y tus zapatos?
—No me los puse.
—¿En todo el día? ¿Ahora eres hippie? Ve a calzarte esos pies, por el amor de tu difunta madre o te enfermarás, ¿eso que huelo es chocolate? Te darán caries de seguir así —comenzó a quejarse, aunque Danton no se inmutara, seguía con aquella sonrisa tonta que ponía cuando ganaba algo, de seguro había apostado con Emily o le había ganado en el Monopoly.
—Buen día, señor Jeremy —saludó respetuosa como siempre la aludida. Ella si era educada, la primera novia educada que Danton le había presentado y la única que mágicamente le había durado.
—Buen día, cariño —saludó él de vuelta, ofreciéndole una sonrisa.
—¿Quieres ser el banco? —preguntó Danton sobre emocionado, parecía cargado de energía, quizá seriamente había consumido demasiado chocolate.
—Sólo si te calzas los pies.
—Hecho —respondió, yendo hacia la cocina y regresando con unas zapatillas deportivas puestas.
Seguro ni siquiera se tomó el trabajo de desatar y atar los cordones, así las arruinará muy rápido.
Esa bonita tarde en particular, a fines de enero, el clima se presentaba frío, pero no húmedo, parecía hecho para ser disfrutado de esa manera. Jugaron por lo que parecieron ser horas y discutieron aún más, como en los viejos tiempos.
Cerca de las cinco la nieve había sido eliminada del camino por una enorme barredora con el dibujo de las tortugas ninja y el maestro Splinter en su capó y respectivas puertas, donde en una onomatopeya explosiva se encontraba perfectamente deletreado «Kawabonga». Demasiado estrafalaria para un pueblo tan tranquilo.
—Bien, ahora no tengo excusas para quedarme —comentó el hombre viendo a través de la ventana el camino despejado que la barredora ninja había dejado tras de sí.
—Quédese si lo desea, Jeremy —interrumpió Emily levantando de un costado de la mesa el pequeño manual de recetas que su esposa había creado hacía más de cincuenta años atrás—, hornearé unas galletitas que encontré en el diario de recetas de Grace...o al menos lo intentaré.