Lo llamaban Brujo. ¿Quién podría dudar que lo fuera? Con esa piel llena de cicatrices, la cara de pájaro, su paso desigual, el largo cabello grasiento y su esbelto cuerpo disforme. No era joven ni viejo. Nadie supo de dónde había llegado ni cuál era su nombre. Vivía de lo que le salía mejor, preparar pociones para la salud, el amor y el desamor. Era difícil verlo sin hacer una mueca de repulsión; solo los valientes no apartaban la cara. Nadie le sonreía, estaba solo, sin amigos o familia. El rechazo lo seguía a todas partes, por eso prefirió la apartada choza a orillas del mar en aquella hermosa isla del sureste conocida como La Perla del Golfo. Lo tildaban de perverso pero nunca había hecho daño. Gran sorpresa se habrían llevado de darse la oportunidad de conocerlo; pero, en un mundo de apariencias era impensable.
Había hecho tratos con un hombre que llegaba los jueves a recoger los brebajes y los mariscos secos; le pagaba bien por ellos y le surtía la materia prima para su trabajo así como los víveres para consumo. Gracias a eso se ahorraba la molestia de ir a la ciudad.
La encontró una mañana deambulando en los manglares, parecía perdida y sangraba de un brazo. Tenía una exótica belleza, piel de alabastro, largos rizos rubios, ojos de gato y estilizado cuerpo. La locura que leyó en sus ojos desentonaba con su asombroso garbo.
Él no se la llevó, fue ella quien lo siguió. Entró a la choza, se dejó caer en el lecho y durmió 48 horas. Él le limpió el brazo y colocó un cataplasma de hierbas.
Ella despertó diferente, hambrienta y vivaz. Engulló la sopa aguada y el pescado seco. Después observó a su alrededor, se dirigió al estante de frascos y leyó los nombres uno a uno; olisqueó los mazos de hierbas y las vísceras curadas sin turbarse por su olor. No parecía molesta por la vivienda de madera con techo de guano, vestida con una cama, una mesa y una silla; tampoco por la apariencia de su forzado hospedador. El sueño la venció y se desvaneció nuevamente.
Brujo durmió en el suelo. Al amanecer preparó las redes y se dirigió a pescar. Ella caminó a su lado, entró al agua y lo ayudó a arrastrar la malla. Esa mañana las gaviotas volaban alrededor, señal de que el botín sería abundante. Más tarde salaron los camarones y pescados aliñados y los pusieron a secar.
Brujo sacó agua del pozo y llevó la cubeta al rudimentario baño; le señaló la pieza y le entregó artículos de aseo así como una larga y desgastada camiseta. Preparó el desayuno y momentos después comieron en silencio café negro y calamares fritos.
Mientras ella dormía una siesta, él roció el piso de tierra con agua mezclada con petróleo para ahuyentar a las moscas, lavó los trastes y la ropa, limpió el quinqué y separó las hierbas. No tenía reloj o calendario pero sabía exactamente que en unos momentos llegaría el hombre del trato. Lo recibió afuera con la mercancía e intercambiaron un saludo con la cabeza. La negociación fue rápida pues su socio solía tener prisa o tal vez no superaba la incomodidad que le causaba su presencia.
En las cuatro semanas siguientes, la chica se unió a la rutina de Brujo. Aprendió a separar las hierbas, a prender el fogón, a sacar agua del pozo, a preparar y envasar brebajes, a pescar y salar, a cocinar y limpiar. Por las noches lo seguía al mar y nadaban juntos; luego se tiraban en la arena y observaban las estrellas. Las palabras que no habían cruzado eran innecesarias pues se movían en sincronía y se complementaban con comodidad.
– ¿Cuál es tu nombre? –preguntó ella días después con la luz de la luna sobre sus párpados.
–Me llaman Brujo –respondió él con voz grave y profunda.
Era la primera vez que lo escuchaba hablar y, si no lo conociera, hubiera podido asegurar que se trataba de un hombre atractivo.
– ¿Naciste en la isla? ¿Cuál es tu edad? ¿Tienes familia? ¿Esposa o hijos? ¿Cómo aprendiste todo lo que sabes? –Las palabras se atropellaban en la boca de la chica.
–No lo recuerdo.
–No me tienes confianza. Lo entiendo, tampoco he hablado de mí. –La chica suspiró y se quedó en silencio sin abrir los ojos.
–Es difícil de explicar –dijo él después de una larga pausa–. No recuerdo cómo llegué aquí, pudo ser en un autobús o en una nave espacial. Llámame como quieras.
–Lo haré cuando encuentre un nombre que vaya contigo –ella sonrió y él, aunque no la veía, sonrió también.
Los jueves ella parecía ansiosa, se sobresaltaba sin razón y volteaba a todas partes. Se escondía antes de que el hombre llegara y no salía hasta horas después de que se marchara.
–Me llamo Bea. Estoy casada –confesó una noche bajo las estrellas–. Él no es un villano, estoy segura de que me quiere. Mi padre es un hombre poderoso que no lo aceptaba pero siempre he hecho mi voluntad. Creí estar enamorada, lo idealicé y más tarde me arrepentí. Mis padres nacieron en la isla y venimos con frecuencia. Estábamos de vacaciones cuando decidí huir. La herida del brazo me la hice rompiendo el vidrio de la ventana. Estoy segura que hay un ejército buscándome. Me siento a gusto aquí, quisiera quedarme para siempre. He conocido las principales ciudades del mundo, ni siquiera en Paris... Paris es una ciudad...
–Sé qué es París y en dónde está. Continúa, no tienes qué explicar. –Brujo cambió de posición acomodando los brazos debajo de su cabeza.
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Editado: 10.04.2023