El heredero

Capítulo VI. Los hilos de la marioneta

Algo había cambiado. Aquel joven rebelde apegado a las juergas nocturnas, aliado de los desmanes y socio vitalicio de los manantiales de la perdición, era ahora un hombre responsable, elocuente y cabal que no necesitaba fingir las sonrisas que obsequiaba a cuanto niño tenía cerca, ni tampoco la pena que viajaba en cada apretón de manos con unos padres tan desesperados como agradecidos por la visita.

En otros tiempos, Mariano hubiera acudido al hospital por mera obligación, con los ojos clavados en las manecillas de su reloj de pulsera, contando los minutos para escapar todo lo lejos que le fuera posible. Sin embargo, ya sea por un milagro divino o la plena noción del paso del tiempo, el 2021 lo tenía enfocado en un destino impostergable que no negociaba medias tintas ni permitía tropiezo alguno. Por eso, orgulloso de la inversión familiar, contemplaba con admiración la renovada sala de terapia intensiva, equipada con tecnología de punta, al tiempo que ya maquinaba nuevas mejoras que ayudarían a que los pacientes tuvieran una estancia más llevadera.

Rezos compartidos, palabras de aliento, canciones pegadizas y cuentos que hablaban de príncipes que rescataban a la damisela en peligro, fueron el corolario de un  viaje a lo profundo de su propio corazón y, también, aunque le costara admitirlo, el puntapié inicial de una batalla que nunca estuvo seguro de librar.

—¡Deténganlo de inmediato! —ordenó Víctor, encargado de la seguridad del príncipe, luego de que un joven estampara un piedra en la ventanilla del auto blindado.

—No, aguarden —replicó Mariano mientras corregía el cuello de su camisa.

—¿Señor?

—Hablaré con ese hombre.

—Es mi deber pedirle que no lo haga.

—Tiró un cascote contra mi auto, necesito saber qué motivó tamaña imprudencia —se excusó mientras empujaba la puerta.

—¿Qué tal si está armado?

—Me arriesgaré.

—Se lo prohíbo —enfatizó con la voz temblorosa.

—Lo último que supe fue que yo era príncipe de este reino.

—Y es mi deber cuidar de usted —retrucó casi como una súplica.

—Entonces ven conmigo; seguro será divertido.

—Quiero que todos estén atentos —alertó a sus subalternos—, y listos para disparar a mi señal.

Sin ponerse colorado, con la arrogancia que motorizaba cada uno de sus pasos, Mariano se acercó hasta el atacante con la intención de conocer las razones de su malestar:

—Pueden rodearme cien de ustedes —dijo quieto en medio de la acera—, pero sepan que no les tengo miedo.

—¿Por qué lo tendría? —preguntó el príncipe quitándose los lentes oscuros—. Parece un tipo rudo.

—¿Te burlas de mí?

—Revoleó un cascote contra mi ventanilla; no cualquiera tiene las agallas para dar rienda suelta a su estupidez.

—¿Quién crees que eres para hablarme así? —inquirió abalanzándose imprudente.

—Si das un paso más tu vida se acaba —amenazó Víctor apuntando su arma directo al pecho del agitador.

—Por lo visto eres alguien importante.

—Lo escucho.

—¿Disculpa? —preguntó frunciendo el ceño.

—Está más que claro que tiene algo que decir y estoy aquí parado para oírlo —contestó Mariano con las manos en los bolsillos.

—¿Y quién demonios eres?

—¿Atacó mi auto y no sabes quién soy?

—Solo advertí que era un auto oficial y…

—De acuerdo —interrumpió esbozando una sonrisa—; digamos que soy alguien que puede resolver sus problemas.

—¿De verdad? —preguntó incrédulo—. Pues, a juzgar por tu séquito de mercenarios, no eres más que otro cobarde que se esconde en las faldas de la realeza.

—Continúa.

—¿Acaso eres psicólogo?

—Me insulta y rasga violentamente mi orgullo que no me reconozca, pero déjeme presentarme —carraspeó para aclarar la voz—, mi nombre es Mariano Lemont y si la memoria no me falla, todavía soy príncipe de este país.

—¿Lemont? —tartamudeó—, ¿Mariano Lemont?

—¿Por qué agredió de forma vil y cobarde un auto oficial? —presionó.

—Estoy desesperado, señor —contestó cabizbajo, claudicando al fin ante el temor.

—¿Y se desquita violentando propiedad privada?

—Mi hermana fue secuestrada y nadie quiere ayudarnos —respondió sin rodeos.

—¿Habló con la policía?

—Es inútil, ellos son cómplices.

—¿Lo publicó en las redes sociales? A veces son muy útiles para expandir noticias.

—Todas las empresas dan de baja nuestras publicaciones ni bien terminamos de subirlas —lamentó—. Los corruptos y criminales siempre se cubren entre ellos.

—Créame que me apena escuchar el problema que lo aflige, pero sigo sin entender por qué apedreó mi auto; ¿acaso cree que la corona está en connivencia con malvivientes de la peor estofa?




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