El heredero

Capítulo VII. Un plan siniestro

—Me gustaría decir que me sorprende verte aquí —dijo Mariano acercándose al salón de los Olivos—, pero estaría mintiendo.

—¡Mírate! —exclamó Cecilia parada en medio de la habitación, con un vestido tan corto que apenas si cubría su intimidad—. Más hermoso de lo que te recordaba.

—Ahorrémonos los discursos lacrimógenos y vayamos directo al punto.

—A juzgar por el tono de tu voz, infiero que no estás muy feliz de verme.

—No funcionará —replicó sentándose sobre un bellísimo rinconero de madera, hecho con los restos de un naufragio español de 1678.

—¿Qué cosa? —preguntó frunciendo el ceño.

—Lo que sea que estén tramando.

—Había olvidado que eras afecto a las teorías de la conspiración, pero temo decirte que ves fantasmas donde no los hay.

—Soy de la realeza —retrucó—; las teorías conspirativas no son ni el 15% de lo que imaginan las personas.

—¿Entonces dime, sabelotodo, qué macabros motivos me trajeron de regreso a ti? —preguntó acercándose en plan provocativo.

—Por favor, deléitame con una respuesta convincente.

—Te extraño.

—Admito que esperaba más de ti —sonrió tapándose la cara.

—¿Por qué te cuesta tanto confiar en las personas? —le reprochó—, ¿acaso tienes la menor idea de lo que sufrí en tu ausencia?

—¿Tomaste clases de teatro o es impresión mía? —ironizó sin miramientos.

—Sí, búrlate todo lo que quieras, pero tu sarcasmo no hará que olvide lo nuestro.

—No hay ningún nosotros —sentenció—; jamás lo hubo.

—¿Es por Fernando? Es absurdo que te sientas culpable.

—Ya no sé en qué idioma decírtelo, pero entre tú y yo solo existe un abismo infranqueable.

—Hablé con él —confesó—, le dije lo que me pasaba contigo y di por finalizada la relación.

—Te felicito.

—¿Querías una prueba de amor? Ahí la tienes.

—Por lo visto continúas tan enferma como la última vez que te vi.

—No me disculparé por amarte.

—¡Eras la novia de mi mejor amigo! —vociferó.

—¿Y crees que fue divertido para mí tener que confesarle que eras tú el protagonista de todos mis sueños?

—Solo vete.

—¿No te gusto, cierto? —inquirió apenada, acongojada.

—Sabe Dios que el pasado me condena; mi vida amorosa fue un completo desastre, pero aún puedo jactarme de no traicionar una amistad —respondió mirándola a los ojos.

—Es de cobardes no jugarse por el amor verdadero.

—Voto por eso.

—¿Entonces qué te detiene?

—Óyeme —suspiró—, no sé qué señales creíste ver o qué palabras confundieron tu corazón, pero nunca estuviste en mi radar.

—Mentira.

—Eres una mujer muy bella, de grandes atributos, pero no eres para mí —concluyó.

—Eso no lo sabes.

—Ya conoces la salida.

—¿Por qué me desprecias de modo tan cruel? —le recriminó con los ojos vidriosos.

—No quiero lastimarte, pero estás obsesionada con un imposible y ya estoy algo cansado de lidiar con esto.

—¿Entonces no sientes nada por mí?

—Te dije mil veces que no.

—De acuerdo —asintió secando sus lágrimas de cocodrilo—, puedo vivir con eso.

—Es un alivio saberlo.

—Pero aún creo que no deberías descartar mi compañía a la ligera.

—¿Disculpa? —preguntó frunciendo el ceño.

—No es ningún secreto que la corona está amenazada y que los reyes abdicarán más temprano que tarde.

—¿Qué tiene eso que ver contigo?

—Tu hermano Bruno es un desquiciado —replicó—; Dios se apiade de nosotros si logra sentarse en el Trono de Roble.

—Sigo sin ver el fondo del agujero del conejo.

—Mi familia es de las más antiguas de esta tierra; también de las más respetadas.

—¿Insinúas que los Lemont necesitamos aliados? —inquirió esbozando una sonrisa socarrona.

—Digo que nuestra unión cerraría cualquier grieta.

—¿Matrimonio arreglado?

—Las personas de este país siempre te tuvieron lástima, eras el hijo rebelde, el pobre diablo descarriado.

—Justo lo que nos hace falta para salir adelante, un rebelde sin causa que no es amado ni temido —contestó sarcástico.

—No te hagas el tonto; ambos sabemos que mediste hace tiempo el termómetro de la calle.

—¿Ahora insinúas que nuestra gente es estúpida?

—Cambiaste —sentenció—. Todos en este país lo saben.




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