El heredero

Capítulo XVII. La última advertencia

Había perdido. Luego de batallar a capa y espada, a veces en las sombras, a veces exponiéndose a los ojos de todos, Mariano no tuvo más que abrazarse a la resignación y claudicar en el altar de la soledad, recoger los retazos de su orgullo despedazado y alejarse en silencio, con rumbo incierto, con rumbo a ninguna parte. Sin embargo, por mucho que quisiera el anonimato en ese momento de penuria y tristeza, tenía claro que no iba a poder librarse de las carcajadas de un destino obstinado con empeorarlo todo hasta límites insospechados.

—Al fin tomas una decisión acertada —dijo Bruno colándose sin permiso en la habitación de su hermano.

—Aun esperamos que tú hagas lo mismo —chicaneó.

—Te vencí y no puedes superarlo; nadie puede.

—Solo hiciste un movimiento estúpido.

—Soy el legítimo rey de esta nación, y mi boda con Sofía solo revalidará lo que me pertenece por nacimiento —enfatizó sin poder disimular la sonrisa que iluminaba su rostro.

—Ella no te ama.

—¿Y a quién le importa? —inquirió con un ademán de desdén, restándole importancia.

—A ti, debería.

—Pues, ambos convenimos en que se trata más de una transacción que de un romance.

—Acéptame un consejo, hermano.

—¿De ti?

—Será mejor que busques buenos aliados, porque la tormenta que se avecina te arrastrará con todo y corona —vaticinó mientras cargaba una mochila sobre sus hombros y se preparaba para tomar la maleta negra que reposaba a los pies de la cama.

—¿De qué hablas? —preguntó frunciendo el ceño.

—¿En serio creíste que podías romper el compromiso con Érica, humillarla frente al país, y luego salir impune?

—Nuestra separación fue de común acuerdo.

—¿Y dónde está ella exactamente? —indagó con sincera curiosidad.

—¿Cómo voy a saberlo?

—Minimizas las consecuencias de tu estupidez.

—No permitiré que continúes insultándome, ya no —arremetió fulminándolo con la mirada.

—Destruirás la monarquía más rápido de lo que nuestro padre la puso en jaque —le reprochó dispuesto a continuar la contienda.

—¿Qué sabes tú lo que es gobernar? Apenas eres el menor de una familia noble, cuya responsabilidad se limita a insulsos y vacíos actos de caridad.

—A diferencia de ti, yo sí conozco cada rincón del reino.

—Quizá te nombre guía turístico —ironizó.

—¿Acaso crees que Lemont es el único apellido poderoso en estas tierras?

—Sin duda el más poderoso.

—Hay decenas de familias, algunas más antiguas que la nuestra, que tienen tanto o más poder.

—Somos los gobernantes.

—También ellas.

—De provincias aisladas —replicó—, pequeñas comarcas devenidas en feudos.

—Sin su apoyo no somos nada.

—¿Y qué te hace pensar que mi boda no contará con su venia? —le recriminó—. Sí, tal vez los Yakone se sientan un tanto ofendidos, pero el resto de la nobleza no tiene por qué tomar partido. Después de todo, ellos mejor que nadie deberían saber que en este momento, en este delicado momento de la historia donde el poder pende de un hilo, una boda con Sofía Heredia es la mejor decisión que se puede tomar.

—Sueñas despierto si crees que nuestra madre te dará su venia.

—Se resistiría un poco, pero dará el brazo a torcer tarde o temprano.

—Parece que no la conoces muy bien.

—Y tú que te aferras a un monumento ajado y descolorido.

—Explícate.

—La reina ya no es lo que era —contestó esbozando una mueca parecida a una sonrisa.

—Tonterías.

—Su imagen está debilitada —insistió—. Por supuesto, no tanto como la de nuestro bien amado padre, pero es muy inteligente como para saber que su tiempo terminó.

—¿Y por eso se resignará a ver los cielos arder?

—Seré un gran rey.

—En tu lugar me quitaría esa idea loca de la cabeza.

—¿Entonces por qué te marchas? —presionó.

—Quizá nunca te sientes en el Trono de Roble, pero la guerra que iniciaste contra la nobleza es una que no estoy dispuesto a pelear —se excusó de inmediato.

—¿Abandonas a la familia?

—Solo espero que nuestra madre obre en consecuencia con su pericia —respondió escapando por la tangente.

—¿De qué hablas? —inquirió frunciendo el ceño, abandonando por vez primera su pose altanera, mostrando cierto atisbo de preocupación.

—Hay que sacrificar la parte gangrenosa para salvar al cuerpo.

—Ya veo —sonrió—, quieres que la reina me sacrifique en el altar de las traiciones.

—El que tú mismo erigiste —asintió.




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