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El sonido de sus pies descalzos contra el concreto hacía eco en la calle solitaria. La penumbra de la noche, el humo saliendo de las rendijas del metro a esas horas en la ciudad de Los Ángeles, todo parecía acomodado para que el ambiente le dijera que era peligroso. Tan solitario, tan silencioso, y en medio de esa calle abandonada incluso por los animales callejeros, una mujer corría con un bulto en brazos.
Amelie había recibido la noticia de que su esposo estaba muerto, el teléfono timbró demasiado temprano, y una voz que no había escuchado desde hace tiempo fue la que le dio la noticia.
Dean salió en busca de otra llave, un eco que había escuchado entre los brujos de las asociaciones de Europa, quienes lo habían recibido con los brazos abiertos. Preparando un terreno para que tanto ella como su hija vivieran en paz al otro lado del mundo, un santuario, él había caído por la mano de Nabucodonosor, su hermano.
Amelie ni siquiera tuvo tiempo de llorar la muerte de su esposo, corrió, corrió lo más lejos que pudo mientras Adrastus regresaba. Estaba claro que ella era la siguiente, no por la poca o mucha información que ella tuviera de lo que hacía Dean, sino por el pasado doloroso que la ataba a Nabucodonosor, o, mejor dicho, Eleazar. Nueva Orleans no era segura para ellas.
Siguió corriendo por la noche, a sabiendas que la sombra de su hermano la seguía. El bulto en sus brazos con una mota de pelusa naranja se retorcía, a punto de llorar. El niño la había rechazado, pero no podía hacer nada al respecto, sólo lamentarse, sólo esperar que todo saliera bien, porque sabía que Adrastus cumpliría su promesa.
—No moriré. —Lo juró por el auricular, y ella cumpliría su promesa.
Corrió hacia un callejón, donde colocó al niño en una caja. La puerta trasera de un restaurante del barrio italiano, cerrado a esas horas, fue lo único que encontró. La noche era calurosa, y no había animales cerca, era el lugar perfecto. En el cuello, el niño llevaba un collar de protección que ella misma había hecho con el hueso tallado de uno de sus dedos. Eso sería suficiente para ayudar a ese niño.
Dejo ese bulto envuelto en sábanas infantiles de color amarillo en esa caja de verduras vacía tras el restaurante y salió corriendo. Esa noche de verano de 1994, un niño de tres años había sido abandonado.
Amelie cruzó la ciudad con la fuerza de sus piernas modificadas por los años de tortura de su propio hermano, escuchando tras de sí las pisadas de Nabucodonosor. Se dirigía a una trampa, lo sabía, pero también sabía que él no la mataría, no gracias a su sangre mezclada por los experimentos de antaño.
La playa se alzó ante sus ojos, con el mar recibiéndola con los brazos abiertos, así como su hermano. Las cadenas de agua que viajaron hacia ella desde el mar apenas si fueron esquivadas; los ojos de Amelie cambiaron del gris a un dorado intenso mientras que, de su espalda, un par de alas negras emergieron.
Su forma de quimera apenas y era estable, por lo que luchar de esa manera no sólo la volvería loca, podría lastimar al niño que llevaba en brazos, por esa razón, ella lo había dejado ir. Por esa razón, ella estaba segura que su plan funcionaría, arrancándose el corazón aun antes de salir de Nueva Orleans.
Vida por vida, era la ley de la naturaleza.
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Un hombre de pelo rojo como la sangre vio el bulto dentro de la caja de verduras. Era un bulto con un niño de tres años, apenas y despierto; probablemente, Amelie lo había hechizado para calmarlo, para que no pudiera salir de la caja hasta que alguien lo recogiera.
Tristemente, ese alguien era Faustus, el wendigo de cabello rojo.
Cargó al niño entre sus fuertes brazos bronceados, era blanco, tan blanco y de cabello naranja que no podía creer que ese fuese el hijo de Dean. Pero los ojos grises, esos ojos eran del mismo color que los de Amelie. Rubio y cobre daban naranja, tal vez... Faustus no sabía cómo funcionaba la genética, pero los ojos y el color de piel eran de Amelie, ella lo había dejado allí para salvarlo, sin saber que él la estaba siguiendo.
El collar de hueso que estaba en su cuello no funcionaría con él, un come almas. ¡Oh, cuánta diversión tendrían ese niño y él! Tomó su pequeña mano rosada entre la suya, y lo decidió. El niño y él tenían el mismo espíritu, lo supo cuando el pequeño apretó su grueso y gran dedo para alejarlo.
Un nuevo wendigo vería la luz del mundo, y al fin, la familia feliz que siempre habían sido regresaría.
—¡Saluda a tu tío Faustus, pequeño! Ahora, vamos a reunirnos con tu madre.
Luego de siete años, la familia Sunken al fin estaba reunida, y pronto, volverían a la gloria de antaño. Había iniciado con su padre, luego, con su hermano, y ahora, el futuro de la casa con la sangre de una de las casas más poderosas de brujos de Nueva Orleans estaba entre sus brazos.
—¡Sólo espera y verás! Estoy seguro que serás el mejor de nosotros, lo sé. Tu padre era muy interesante...
El hombre de cuerpo musculoso y cabello rojo como la sangre salió caminando alegremente con el niño en brazos de aquel callejón oscuro, mientras le hablaba de lo maravilloso que sería su nueva familia. Una familia que había experimentado con sus propios hijos para traer al mundo brujos metamórficos, leyendas que sólo estaban en los viejos escritos, por medio de rituales prohibidos. Lo llevaba a la casa maldita de los Sunken, que se levantaba entre las sombras de la noche con un propósito que sólo sabía el patriarca actual, Seraphim Sunken.
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Ella todavía era sensible a los ruidos de la noche, despertando con cualquier movimiento que sentía cerca, sin embargo, nunca más sintió miedo. Durante los seis años de tranquilidad que había gozado, su abuela cada noche iba a su habitación, como un ritual, y la cubría con la manta incluso cuando hacía calor y cerraba la ventana, renegando de lo descuidada que era ella, creyendo que estaba dormida.