El color de la piedra verdosa debido a la humedad y el moho fue lo que vieron sus ojos cuando al fin los abrió; se sentía extraño, esa sensación que había dejado atrás hace muchos, muchos años volvió con un miedo terrible. La asfixia al saberse liberado, al reconocerse como esa cosa salvaje de su tierna infancia...
Hambre... hambre... hambre... hambre... hambre....
Desesperación, hambre, miedo... Esas cosas que él pensó había dejado atrás en su yo más joven. Andrew, sumido en la desorientación de su actual estado, miró a sus alrededores tratando de enfocarse sobre esa hambre y ese deseo que le carcomía el estómago y el cuerpo mismo.
El frío y húmedo piso de piedra se estampó contra sus patas desnudas; miró sus manos que ya no eran manos ni garras bestiales como a las que se había acostumbrado; hechas de hueso al igual que su rostro, que ahora era una calavera de ciervo blanca y dura, tan blanca como los huesos que él había dejado en sus memorias, vagando en recuerdos que pensó no lo alcanzarían nunca más.
—Al fin despiertas.... —La voz sedosa de Nabucodonosor llamó la atención de la bestia dentro de la mazmorra; mirando la cornamenta que se alzaba sobre su cabeza, afilada y rota, pues le faltaba una parte de su asta derecha. Nabucodonosor negó con la cabeza, Andrew y Faustus habían sido minimizados por un simple inquisidor sin pelear siquiera. El cabeza de los Vasíliev los había traído a la finca de los Sunken como meros sacos sanguinolentos, perros humillados y apaleados, sin garras ni dientes con los que pudiesen defenderse.
—¡¿POR QUÉ ME LIBERASTE?! —El grito del wendigo salió de su hocico huesudo lleno de dientes afilados, tan diferente a la vista común peluda y bestial que usualmente tenía; en su cuello, la única muestra de su pelaje naranja se erizó como el lomo de un gato, rodeando esa parte de su cuerpo como una defensa más del ser perfecto que era. Bajo esa forma, Andrew era huesos, piel, garras y dientes, una masa de terror amorfo que se alimentaba de las almas y los cuerpos humanos que caían bajo su hambre descomunal.
Nabucodonosor soltó una carcajada ligera, como si lo que Andrew con la voz bestial de su yo real aclamaba fuese un simple chiste.
—¿Por qué debería ser, Andrew? Tú y esa estúpida cosa casi mueren de no ser por un simple brujo amante de las cosas humanas.... ¿No crees que es mejor como estás ahora?
No, no estaba mejor. El hambre aterradora se apoderó de su mente, sumiéndolo poco a poco en una locura que no quería aceptar. Eleonore, Eleonore, Eleonore... El pensamiento hereje hacia su amor, esa hambre de tomar su cuerpo y su alma, esa naciente necesidad del rojo profundo desgarrado en sus colmillos. Amor y hambre, obsesión imposible que lo hacían desear una sola alma y un solo cuerpo que nunca podría tener para sí de la manera en la que su bestia maldita lo pedía.
Esa hambre que no moriría, quemándolo, abrasándolo desde lo más profundo de sus entrañas.
Andrew golpeó su frente de hueso blanco contra la fría piedra mohosa una y otra y otra vez, con el grito rítmico de una negativa que pronto mermaría, según la experiencia de Nabucodonosor. El chico sólo tenía hambre.
Un hambre aterradora y funesta que pronto se llenó con sangre, vísceras y piel, dejando atrás los huesos blancos de los cuerpos de humanos ignorantes dormidos en un sueño profundo mientras eran devorados. Los colores que se plasmaron en la mente divagante de Andrew bajo esa forma maldita mientras la carne viajaba hacia sus fauces una y otra vez, asemejándose al cuadro de Saturno devorando a su hijo.
Almas inocentes y culpables, recién nacidas o tan viejas como la misma Amelie, Andrew era el segador que consumía y consumía sin mirar atrás, perdiéndose en el calor, los sentimientos y vivencias, perdiéndose en la vida que surgía de la muerte.
Sólo el rojo, visible y cálido, era la visión que sus ojos percibían bajo la locura y el hambre, hambre, hambre, hambre.... Esa hambre que experimentó por primera vez cuando era un niño.
Y entre las vísceras cálidas y la sangre profunda, entre los sentimientos y las vidas de la ofrenda que le presentaron a su naturaleza maldita, los recuerdos de la primera vez siendo él lo que era saltaron como una película terrible, una parte todavía cuerda que empujaba y empujaba, tratando de liberarse del hambre feroz.
No fue hasta que los huesos blancos y pulcros crearon una montaña de su tamaño, que las formas malditas y corruptas de su ser se envolvieron en la tranquilidad y la conocida piel humana que Nor amaba, que el chico maldito volvió a ser Andrew. Un Andrew sumido en sus recuerdos nacidos de huesos blancos como aquella primera vez que su hambre empezó a crecer al igual que su cuerpo.
Desde que nació, él supo que no era como su madre; su entendimiento del mundo vino desde el útero, alimentándose como un parásito de la mujer que lo engendró. Abrió los ojos en un nuevo mundo poco tiempo después, como un niño humano normal; se alimentó de su madre todavía hasta que sus dientes empezaron a crecer.
En aquella época, él no entendía el lenguaje humano, pero sabía cosas, como encontrar insectos y consumir sus vidas mientras la mujer que lo llamaba su hijo no lo veía. Había aprendido que consumir su tan ansiada carne y alma era algo que su madre no aceptaba a tan temprana edad, que la cacería de vidas se hizo en silencio.
Gusanos, moscas, insectos varios desfilaron hacia su pobre estómago muerto de hambre, hasta que no fue suficiente.
Tenían un perro pequeño; el amor, la dulzura de aquella bestia peluda supo tan bien cuando clavó sus dientes en su cuello. Como un vampiro viviente, sorbió la sangre, sacó las vísceras y tuvo un festín con el amor y el miedo de aquel ser vivo que lo había amado, con las vivencias de su vida animal, reconfortantes y cálidas sin un patrón lógico; sólo sensaciones vívidas que se estamparon en su cabeza como pinturas rupestres y coloridas.