Los ojos grises de Andrew se abrieron ante la oscuridad de la madrugada de aquel miércoles; un día atrás al fin había podido salir de su encierro obligatorio mientras se acostumbraba a la libertad de su verdadero yo, con la carga de decenas, quizá un par de cientos, de vidas sobre él.
Miró sus manos, por un momento le parecieron estar cubiertas de sangre seca y roja como el cabello de Eleonore; sí, él era un monstruo y era momento de aceptarlo y seguir. Las cosas en su pequeño mundo estaban moviéndose hacia un lado que no le gustaba, pero que Amelie le había expuesto desde hacía mucho como una posibilidad. Su vida en ese momento estaba atada a posibilidades, a un ir y venir del destino en el que debía dar y recibir para tener el futuro que quería para sí, para Amelie y para Nor.
Recostado en la cama de la vieja habitación que había ocupado cuando todavía era un Sunken, suspiró. Las viejas cosas que se habían quedado ahí todavía estaban, a la espera de que él volviera de una manera u otra, a sabiendas que el pacto que los unía y que su madre adoptiva había mediado era sólo tiempo comprado para ellos tres, a los que Andrew consideraba como su familia verdadera, aunque a Nor la había reencontrado tarde, demasiado tarde para su gusto.
Los Arnaud creían que él era hijo legítimo de Dean, o quizá no les importaba mientras su sangre fuese fuerte y sus dones mantuvieran a flote a una casa que se había debilitado demasiado en las últimas décadas; al final, ellos tenían la culpa por haber expulsado a su gran y último maestre brujo cuando se interesó en la tecnología humana. Tecnología que en última instancia seguramente serviría para los propósitos de defensa de la sociedad a la que pertenecían si los inquisidores volvían a las viejas prácticas contra ellos.
Se preguntaba si sería el único que los del vaticano enviarían, sabiendo que probablemente no sería así; habían pasado siglos desde que la guerra entre los hombres santos y los de su especie terminó con una tregua de parte de los primeros, a sabiendas que tarde o temprano volverían. Los inquisidores, al menos los que estaban en condiciones de luchar contra los brujos, eran poderosos; si bien la iglesia tenía menos poder y por ende la recolección de humanos inmunes a la hechicería les era más difícil, todavía contaban con medios para encontrarlos, y la sola presencia de aquel antibrujo era evidencia más que suficiente de ello.
Cerró los ojos nuevamente, a la espera de un alba ansiada que le traería luz; caminar entre los humanos normales, respirar el mismo aire y sonreír entre ellos eran una parte que apreciaba de su vida actual, aunque la mayoría de lo que apreciaba de esa vida era una chica en especial. Quizá, entre todo ese caos sinsentido de la vida humana, ella era su luz en la oscuridad de su existencia. Un ser nacido para consumir almas, un ser nacido en la penumbra como él, nunca tuvo el derecho de caminar entre los humanos comunes.
En pocas horas regresaría a ese mundo brillante donde ella lo esperaba, justo un día antes del que había prometido. Tenía tiempo, el tiempo que le compraba estar entre humanos comunes ignorantes de lo que ocurría bajo sus narices. La noche, como siempre, traería a los viejos depredadores, tanto los de los humanos como los de los brujos, y eso estaba bien; porque en el día bajo la luz del sol de primavera, envuelta en las magnolias florecientes arrastradas por el viento, lo esperaba ella, ella y su aroma fragante que se mezclaba con la sal de su cuello y las especias dulces de su perfume.
Nor, que, como la heroína trágica de Poe, había sido creada en perfecta hermosura sólo para morir un día; sin temor a la muerte, incluso ansiándola y hallando consuelo en ella, temerosa del olvido, temerosa de no ser amada. ¡Cómo Andrew ansiaba gritarle que la adoraba, que no había motivo para su temor! La abrazaría hasta su muerte dulce y ansiada o hacia la vida tranquila y en paz que anhelaba tal quien mira un ave a la lejanía con envidia.
La abrazaría incluso si no lo amaba, o si amaba a alguien más; la abrazaría hasta que los huesos de Andrew se deshicieran en las arenas del tiempo. La abrazaría ofrendándole las vidas y las almas de quienes consumía, las lágrimas que resguardaba en sus entrañas anhelantes de sangre y vísceras, de amarguras y alegrías. La sostendría con su alma y su cuerpo deforme y monstruoso, ofrendándole su miseria, su rotura y su corazón anhelante de humanidad, incluso si él era absorbido, o si, en su inmensa alegría, aceptado como una mascota fiel.
—Sólo, por favor... no me dejes. —Susurró a la noche, y volvió a dormir, soñando con la calidez del rojo en sus fauces, con la dulzura del sol en su rostro y las magnolias flotando en el cielo, en un remolino que siempre llevaba hacia un mismo lugar, el seno de la joven a la que él amaba.
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Había sido otro día escolar sin Andrew, aun así, fue bueno. Quizá por la alegría de saber que las cosas estaban mejorando poco a poco, o quizá porque la idea de que él cumpliera su juramento permanecía expectante en su corazón. Faltaba menos de un día para volver a ver su rostro pálido salpicado por algunas pecas apenas visibles salvo que estuviera lo suficientemente cerca y para volver a escuchar ese ¡ey! que siempre le arrojaba alegremente por las mañanas.
Como un fantasma cotidiano, inició su camino hacia el departamento que llamaba hogar; su abuela había vuelto al trabajo un par de días antes en el centro comercial y pensaba que seguramente Joan la había dejado en paz debido a que no lo había visto cerca recientemente. No tenía por qué ser cuidadosa o apurarse, así que pensó que podría desviarse un poco, con el anhelo de verse mejor el día siguiente, ir a un salón de belleza para un corte de cabello le vendría bien.
Nunca esperó toparse con la cabeza anaranjada bajo los rayos del sol en la parada de autobús que siempre usaba para ir a casa; los ojos grises la vieron, sonrientes, bajo esas gafas de montura negra.