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Seraphim Sunken había nacido hacía casi dos mil años; y a pesar de que su cabello plateado, su rostro lozano y su cuerpo joven no lo demostraran, él sentía sus años sobre sí.
Cómo si hubiera sido el día anterior, todavía recordaba la tierra árida que lo vio nacer y la lengua vieja que había hablado en ese entonces. Los romanos controlaban el continente y más allá; los días eran más largos, la gente era mucho más incrédula, y las brujas caminaban en la tierra como parte de la naturaleza, siendo oráculos, siendo hechiceras que ayudaban a los humanos como los primeros nephilims lo habían hecho. Guardianes entre los mundos, como perros listos al ataque para que los espíritus permanecieran alejados de los humanos débiles que apenas se habían levantado y empezaban a caminar como una sola raza.
Seraphim no recordaba el rostro de su madre, pero sabía que ella fue todavía una de las hijas directas de los nephilims que rondaban en la tierra. No tuvo padre, o más bien, su padre nunca se enteró de su existencia.
Fue en la época en la que el último ser divino caminó entre los humanos que Seraphim fue concebido. Y Seraphim nació como un nephilim puro.
No hubo mucho que hablar al respecto entre su madre y él; las cosas eran así porque fueron así, no había nada que reprochar salvo tal vez la longevidad cansina y terrible en la que Seraphim fue condenado a vivir.
Como una mujer, y luego como alguien que no tenía género definido; más tarde, aceptando que era un hombre. Seraphim fue el hijo del hombre que caminó entre los humanos y murió como un profeta. Honestamente, a él no le importaba mucho esa parte de su historia; había nacido por un capricho de su madre, siendo ella alguien que se enamoró del último malaj enviado por el creador. Lo que pasó entre ellos, la férrea negación de sus apóstoles a su descendencia debido a que su madre había sido una hechicera, cambiando incluso su profesión hasta transformarla en una prostituta, no eran algo que afectara a Seraphim negativamente.
La comunidad que lo acogió en su seno, el cómo formó a los Sunken con su propia sangre y sus propios hijos era su historia, una historia de más de mil años entre los brujos y los humanos, buscando una manera de llegar a la cúspide del conocimiento, a la regeneración de esa raza que antaño había peleado contra gigantes y resguardado el mundo que el creador había hecho.
Aunque eso ya no era posible.
Los nephilims dejaron a sus hijos para proteger a los humanos, sin embargo, éstos vieron a los brujos como enemigos, y la iglesia que creó la imagen del último malaj, los persiguió. Hubo guerra, una guerra activa donde hasta las mujeres humanas hermosas e inteligentes que no formaban parte de la comunidad de brujos en el mundo fueron asesinadas brutalmente.
La sangre corrió como ríos desbocados tiñendo de rojo el continente donde el cristianismo dominaba, y muchos de los brujos empezaron a migrar hacia otros lados: Asia y sus montañas llenas de misterios, donde las brujas eran alabadas aún; más allá, a las tierras flotantes en el mar del sur, incluso hacia la tierra que todavía no era descubierta, protegida por una inmensa masa de agua salada entre ellos y el resto del mundo. Sin embargo, la curiosidad y la avaricia innata del hombre los llevó también a esas tierras donde los humanos originarios de ese lugar fueron esclavizados.
Los brujos entonces no tenían más que protegerse a sí mismos entre ellos, por eso se crearon las camarillas y las familias. Vivieron así por poco más de quinientos años, en tiempos de guerra y de paz. Así vivió también Seraphim, siguiendo sus aspiraciones con sus propios hijos y su propia sangre, tomando el liderazgo cada vez, mostrando su cara pocas veces a las otras familias, pero haciendo su nombre resonar por los pasillos de cada casa en la que los brujos habitaban.
¿Por qué Seraphim Sunken anhelaba que todos sus hijos fueran, si no nephilims, semejantes a ellos? Por supervivencia tal vez, o tal vez para demostrarle a su padre que la salvación vendría no de los dioses orgullosos y llenos de sí mismos, si no de aquellos que fueron marginados tanto por los humanos como por los dioses. Tal vez porque Seraphim, muy en el fondo de su corazón, anhelaba alcanzar al ser que había sido su padre y gritarle en la cara el abandono que tuvo, el destino que toda la raza a la que pertenecía estaba destinada a cargar, siendo rechazados aun cuando en los albores del tiempo habían sido sólo guardianes.
Seraphim, de cuya línea sanguínea debía nacer la llave del fin del mundo, que aún se resistía al destino, miró hacia la mesa de su laboratorio; los matraces con cientos de líquidos de colores guardaban silencio, tal y como le gustaba, y la media luz de las velas, repudiando las luces modernas debido a que lastimaban sus ojos, lo tenían en un cuadro sombrío y deprimente. Sentado allí, frente a los papeles de sus investigaciones, los logros de toda su vida, pudo ver a sus niños caminando en la tierra; semidioses como él que sólo se podían hallar en las leyendas. Niños que todavía necesitaban crecer, niños que habían sido rebeldes y huido de casa, o niños que fueron un fracaso como Nabucodonosor, pero que todavía podían brillar de otra manera.
Niños prodigio como Andrew, a pesar de tener sangre humana.
Y niños inútiles como la hija de Amelie, quien no debió de haber nacido, y que, no obstante, ahora era parte clave de los sucesos que estaban a punto de desencadenarse.
—¿Ese era el destino que el padre dejó en todos nosotros? —Se preguntó, molesto. Él, Seraphim, quién se prometió doblegar al destino, quien buscó entre su progenie a quien pudiese tomar los hilos frágiles del tiempo y mostrar el camino que tanto había anhelado, ahora estaba enredado en ese destino que había querido evitar.
Se levantó, melancólico. Su belleza andrógina se remarcó con su mirada vacía y cansada. Su ropa holgada y neutra parecía flotar con sus movimientos lánguidos, y como si se suspendiera en el aire fino, abrió la ventana para dejar que el viento primaveral acariciara su cabeza plateada. Parecía un fantasma, un hermoso fantasma cuyo tiempo estaba congelado en la tierra, tal cual si fuese un ángel expulsado del jardín del edén.