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Se sentó ahí, a la espera; con sus ojos verdes reflejando la luz de luna que se filtraba por los ventanales y un juego de té, dispuesta sólo para ella, a quien él ansiaba ver pasar por la puerta. Sí, lo sabía, tal vez ya era tiempo.
Adrastus, a pesar de no sentirse humano, siempre había sido lo más parecido a uno; dubitativo, con su corazón tambaleante cuando las decisiones que tenían que ver con sus sentimientos al respecto de quienes más amaba tenían a lugar. Tal vez por ello su trato con Eleonore siempre había sido a la lejanía. Sí, porque en el fondo, debido a su miedo de perder lo que quedaba de ellos, pensaba, su locura podría haber aflorado en nombre del amor.
—Y convertirla en un ser maldito como yo... —Susurró, consciente de que ese miedo, cada vez que se le presentaba, era más y más tentador.
Así, pasara lo que pasara, ella no moriría... a menos que ella misma así lo decidiera. A menos que otros como él llegaran a la ciudad debido al caos que estaba levantándose en ese momento.
En sus poco más de dos milenios, pese a ser un ermitaño, se había topado con algunos de sus congéneres. Muchos sucumbieron al miedo por el cambio, inmolándose, sin embargo, otros... Otros eran tan celosos de su sangre que el hecho de tener a una bruja convirtiéndose en uno de su especie llamaría la atención.
Sí, los brujos eran enemigos de los vampiros, o al menos lo fueron hacía mucho tiempo; hoy día, tal relación se había reducido en un recelo entre ambos bandos por sus secretos y sus dones, sus capacidades tan peculiares unos de los otros, nacidas por una misma raza primigenia, los unos por la sangre heredada, los otros por una maldición a la misma.
Sentado en la sala del estudio en el que estaba esperando, esa misma sala que había recibido a Dean tantas noches atrás que incluso a pesar del poco uso los rastros de su presencia se habían desvanecido.
Adrastus pudo ver la figura de Dean en sus memorias, en tal posición antiestética y desagradable que siempre usaba cuando le visitaba, y sonrió cálidamente, dejando entrever los afilados colmillos en la comisura de sus labios. Un suspiro soltó antes de escuchar un click en la puerta, y ansioso, entrelazó sus manos y las dejó en su regazo.
Aquel era el momento que debió de haber ocurrido hacía años atrás, lo sabía. Debía enfrentarse a Eleonore, a su ira, incluso tal vez a su odio... y lo aceptaría, porque se sentía culpable. Ese sería su castigo y lo aceptaría con gusto, sabiendo en el fondo de su corazón que lo que hizo fue porque tenía miedo, lo aceptaba. Adrastus tenía miedo a su propia humanidad que él pensaba ya se había extinto hacía mucho tiempo, y que seguía latente en un rincón de su frío y petrificado corazón, sólo por ellos, por Dean, Amelie y Eleonore.
La puerta de madera color blanco se abrió lentamente ante la expectación del matusalén, hasta que al fin dejó ver la figura que estaba tras ella.
Los ojos de Adrastus se abrieron completamente, y el brillo de la luz de luna fue tragado por el fuego de su ira y su consternación.
Un hombre de unos aparentes veinte años entró por la puerta que, se supone, estaba conectada a la habitación de Eleonore; ¿cómo había pasado aquello? Se preguntó el vampiro mientras se levantaba de su asiento a una velocidad sobrehumana.
Adrastus estaba seguro que había enfocado su don espacial en la puerta de la habitación de Eleonore, haciendo que sólo se activara si era ella quien la abría, entonces, ¿quién era ese hombre que había entrado tan fácilmente por el portal que él mismo había construido?
Las uñas cristalinas y brillantes de Adrastus fueron apuntadas al cuello del invitado no deseado tan rápido que un humano simplemente no podría hacer nada en contra, sólo morir... Y, sin embargo, aquella figura desconocida de largo cabello negro y ojos rojos, como si fuese lo más sencillo del universo, tomó la mano del vampiro en el viento.
Un sonido de sorpresa y alarma salió de los labios de éste, sin poder soltarse del agarre del desconocido. Adrastus, en ese momento, más que preocupado por su propia seguridad, estaba intranquilo por Eleonore.
—¡¿Quién eres?! —Siseó conmocionado. —¡Si le has hecho algo a la niña de la habitación que estaba conectada con el portal, te juro que...!
—Ahh... —Suspiró cansado el hombre; su rostro se veía aburrido a pesar de que el brillo de sus ojos rojos parecía encerrar el mismo infierno en ellos. —Es por esta razón que ella no debía venir hoy. —Su voz también sonaba cansada, como si lo que estaba ocurriendo ya lo supiera de antemano. —¿Cierto, Dean?
Cuando Adrastus escuchó ese nombre, todo lo que pensó en decir o hacer para soltarse del agarre del ente desconocido, se borró de su mente.
—¡¿De... Dean?! —jadeó, y si estuviese vivo, en ese momento todo el oxígeno de sus pulmones hubiese sido expulsado.
Una figura transparente, pálida como la luz de una bombilla a medio morir... Esa figura con el rostro de Dean, la cual tranquilamente cerró la puerta que conectaba los dos espacios, la habitación de Eleonore y los territorios de Adrastus.
Su cabello cobrizo, un tono más oscuro que el de su hija, no tenía brillo alguno... En ese momento, lo supo.
Era un fantasma.
—Hola, Adrastus. —Saludó, sonriente, con sus ojos negros fijos en ambos, el vampiro y el otro ser preternatural que lo sostenía como si fuese un muñeco. —Ha pasado un tiempo.
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Andrew sonrió ante la mujer que tenía frente a sí; el cabello rubio platinado brillaba en un tono cálido gracias a la luz artificial que iluminaba la habitación. Sin duda, ellas no se parecían mucho; madre e hija, como el día y la noche, sus ojos tan completamente contrarios las hacían ver como completas desconocidas. No, en realidad tenían, Andrew pensó, un cierto aire que ambas, la sensación de calidez a pesar de estar tan distantes, poseían... y ese hoyuelo que se marcaba en su mejilla izquierda.