Ya han pasado siete meses desde la desaparición de Verónica. Hace un mes se terminó su búsqueda, sus padres y prometido han quedado devastados, cada quién viviendo su duelo de distintas maneras, pero Roberto era el más afectado.
En la casa de Roberto, su padre estaba preocupado y se los dice a los que fueron sus suegros, que han venido a visitarlo.
— Casi no come, después del funeral simbólico ya no expresa nada. Prefería cuando lloraba, al menos exponía sus sentimientos — se lo decía mientras entraban en la habitación. Se acerca para hablarle a su hijo que estaba sentado mirando por la ventana — hijo, te vinieron a visitar los padres de Verónica
— Querido muchacho desde hace mucho que no te vemos, nos preocupas — se lo decía Jorge, el padre de Verónica.
— Suegros... perdón, es la costumbre decirles así — Roberto comienza a suspirar mientras contenía el llanto. Se acerca la madre de Verónica y le toma la mano.
— Roberto, siempre seremos tus suegros. Tan sólo por días Verónica habría sido tu mujer
— Yo no la pude proteger, lo intenté
— No tienes por qué seguir castigándote, no es culpa de nadie, no vuelvas a decir eso — continuaba Ana
— Sé que está viva, mi corazón me lo dice... debería seguir buscándola, tan sólo han pasado un mes desde que dejamos la búsqueda, debería continuar hasta que la encuentre — Roberto estaba agitado y suspirando
— Hijo, sabes muy bien que es causa perdida. Si tan sólo estuviera perdida en otro lugar lo entendería — le contestaba su padre
— Exacto, todos lo entenderíamos — dice Ana — pero no puedes agotar tu vida en buscar un imposible.
— Quizás es posible, sé que es repetitivo de mi parte, pero no lo hago por autoflagelarme... sólo me quedan las esperanzas
— Roberto, ¿sabes por qué he decidido dejar de buscar y realizar el funeral simbólico? — preguntaba Jorge, mientras Roberto negaba con la cabeza — porque las falsas esperanzas se tienen que desechar, no sólo me hacía mal a mí, también dañaba a los que estaban a mi alrededor.
— No se preocupen de mí, yo estaré bien — aseguraba Roberto — Sólo pienso ¿porque decidió morir a tratar de vivir? ¿no confiaba en mí, en que yo la amaría a pesar de lo que pasará?
— Nadie puede saber lo que ella pensaba en ese momento, quizás fue un acto desesperado o tal vez esos bastardos la empujaron — respondía su padre.
Roberto tenía lágrimas en los ojos, hablar de ella le provocaba amargura.
— Tal vez debo dejarla ir. Me duele que todo terminará antes de comenzar
— Gracias por querer tanto a mi pequeña — lo abraza Jorge — mi casa es tu casa y espero que rehagas tu vida, te lo pido de todo corazón.
...
En el jardín de la inocencia, Aeolus se despertó esa mañana con los dedos de Clara acariciando su cabello de manera torpe, esa era su manera para indicar que ya había comenzado su día y esperaba que él se despertara también porque ya estaba aburrida. Aeolus se gira hacia su derecha en la cama para verla.
— ¿Tienes hambre? ¿Quieres desayunar?
Clara asiente con la cabeza y sonríe. Aeolus apoya su cabeza en su mano derecha, le devuelve la sonrisa y le acaricia la mejilla.
— ¿Y qué te gustaría comer?
— Bayas rojas, moras azules y también leché del prado.
— Entonces vamos a buscar, tú ve por las bayas y yo las moras
Ambos se levantan rápidamente y comienzan a vestirse. Clara buscaba en un baúl un atuendo de Aeolus. Desde que estaba ahí, no tenía prendas propias y ocupaba las mismas que las de su protector, que eran hermosos trajes de seda de tipo oriental, estilo Hanfu, con bordados en oro y de colores sobrios.
Desde el tiempo que se conocieron, Aeolus le ha enseñado nuevamente a hablar, caminar y hacer una vida normal, aunque Clara jamás ha podido recordar quién es o de dónde viene, pero ella nunca se lo ha preguntado, pensaba que siempre ha estado ahí y que siempre ha cuidado de ella el Guardián del jardín de la inocencia. Aeolus la ha protegido y cobijado como a una pupila, le ha explicado y enseñado toda la extensión del jardín de la inocencia, recorriendo sus casi 200 km de extensión.
Ambos disfrutaban ver desde la cima de un gran árbol, la vida de los pobladores de Zartia, una ciudad en un imperio vecino del qué provenía Verónica. Zartia es famosa por ser la única ciudad en estar prácticamente adherida a los límites del jardín de la inocencia. Los Zartianos edificaron muros, para que los descuidados no pisen por error los límites del jardín.
Cotidianamente Aeolus y Clara ven desde el árbol, la compleja vida de los Zartianos, y ambos tratan de descubrir cuál es el significado de las acciones de estos humanos, que para nosotros es la vida normal de una sociedad. Ya por la noche se van a dormir juntos en las delicadas y múltiples sábanas de la habitación de la cabaña de Aeolus, siendo está la rutina de su actual vida.
En el bosque Aeolus recoge del suelo una fruta con forma de una pequeña corona redonda y se la muestra Clara.
— ¿Quieres comer esta fruta del dorco?
— No gusta — dice Clara mientras miraba el estanque qué tiene una pequeña vertiente de agua de unos tres metros de alto — quiero baño...
— ¿No preferirías desayunar primero?
Clara niega con la cabeza y agarra la manga de Aeolus, mientras le miraba de manera suplicante.
— Está bien, quítate rápido las prendas— le dice el Guardián
A Clara le gustaba tomar baños, porque podía jugar y chapotear en el agua, ya que, en el jardín, siempre había una temperatura agradable, independiente de la época del año. Ambos se bañaban juntos desnudos sin existir maldad o pensamientos impuros en esta acción.
Aeolus al entrar al agua, llama a Clara y está acude obedientemente, chapoteando de manera alegre y dando brincos, puesto que le gustaba sentir como sus piernas se desprendía del suelo.