Me jalaron de la playera y me empujaron al interior de la oscuridad. La puerta azotó y cerraron con llave.
‒¡Déjanos salir! ‒gritó Sandi golpeando la puerta.
‒¡Silencio! ‒replicó Ángela del otro lado ‒. Guardias, nadie abre esta puerta hasta la próxima cena, ¿quedó claro? Ni siquiera si escuchan que se están mueriendo o si les ruegan por ir al baño. Esta puerta permanece cerrada y vigilada de luna a luna.
Ángela había ordenado que nos llevaran a la habitación de huéspedes, pero ahora parecía más una celda a un lugar de descanso. De no ser por la luz que se colaba bajo la puerta, hubiéramos quedado en completa oscuridad. Las paredes se notaban descarapeladas y las esquinas llenas de humedad.
La debilidad de mi cuerpo aumentó con cada segundo y mis ojos ardieron al punto de humedecerse. Era tanta la impotencia que pateé uno de los camastros. Al instante me arrepentí, me pegué en el meñique y el dolor me llegó hasta el tuétano. Tanteé en la oscuridad y me senté al filo de un colchón con la pierna extendida.
El dolor se expandió del dedo al resto del pie y se mantuvo en mis huesos un par de segundos antes de desvanecerse por completo. Para entonces, Sandi ya había dejado de golpear la puerta y había recurrido a embestirla. Después de un par de intentos, que resultaron tan eficientes como tratar de atrapar moscos con palillos, le dio un puñetazo y regresó la mano tras un grito agudo. Se echó para atrás y tras un tiempo de lamentos, encendió un cerillo que iluminó la mitad de su rostro.
‒Nos salvaron de las ratas, nos están tratando bien. No creo que tengamos problemas. Es sólo en lo que recuperamos el aliento ‒dijo Sandi imitando mi voz. Prendió una vela y sumergió el cerillo en la cera líquida ‒. Ahora si la hicimos buena, Jiro. Estábamos tan cerca de llegar al centro. ¿Cuál es el plan ahora?
‒Dormir ‒contesté. Me recosté en el camastro y me refugié bajo la sabana.
‒Me refiero a cómo vamos a escapar ‒explicó Sandi. Se pegó la mano al pecho y se masajeó para aliviar el dolor del puñetazo que le había dado a la puerta.
‒No hay plan, Sandi ‒murmuré.
‒¿De qué hablas, Jiro? ‒dijo al quitarse el paliacate que traía amarrado en la cabeza ‒. No podemos quedarnos aquí.
‒Estamos encerrados ‒susurré bajo las cobijas ‒, dejaron guardias afuera y nos van a sacar de aquí hasta la hora de la cena, para ese momento seguramente los lobos ya van a estar esperándome y no podemos enfrentarlos.
Me mantuve escondido y me abracé de los hombros. Hacía bastante calor y el aire caliente comenzaba a sofocarme. Me quité las cobijas de un jalón y vi a Sandi a mi lado.
‒No te queda el pesimismo ‒dijo subiéndose la capucha de panda.
‒Ni a ti el positivismo ‒respondí levantando la ceja.
Me senté junto a ella y clavé la vista en mis botas sucias
‒No puedo creer que esta gente permita que los traten así ‒murmuré ‒, parece como si les gustara ser los juguetes de esos monstruos. Están perdidos... igual que tú y yo.
‒Yo nunca he estado perdida, no desde que tú me encontraste, ‒susurró Sandi.
Quedé mudo. Sandi se levantó las mangas de la sudadera y descansó las manos en sus rodillas. Bajo la tenue luz de las veladoras, resaltaron una par de cicatrices moradas en sus muñecas.
‒Me salvaste, Jiro ‒continuó ‒. ¿Recuerdas ese día?
‒Es diferente ‒contesté y volteé hacia la oscuridad.
‒Me hiciste prometerte que jamás me volvería a dar por vencida ‒replicó ella en un murmullo.
‒¡Esta vez los dos estamos perdidos! ‒argumenté en voz alta. Esta vez la vi directo a los ojos, aquellos oasis cafés escondidos tras cristales cuadrados.
‒¿Y? ‒dijo ella ‒. ¿Vas por la vida profesando que eres un vikingo y que nunca te vas a dar por vencido, pero si las cosas se ponen difíciles decides rendirte? ¿Y Jacky? ¿Ya no la quieres encontrar después de que te la pasaste repitiendome una y otra vez cuánto la amabas? ¡Dijiste que encontraríamos al escuadrón! ¡Me prometiste que no me dejarías sola!
‒Sabes que sí quiero encontrarla ‒contesté.
‒Entonces no te rindas ‒dijo Sandi apretando los labios ‒. Tenemos que escapar de aquí, pero te necesito para hacerlo. Mira.
Sacó una servilleta que había escondido en la cinturilla de su falda y me lo entregó. Desdoblé el papel y lo extendí en el escritorio. La vela tiñó la servilleta de anaranjado y definió un dibujo hecho a pluma.
‒Es un croquis de este lugar ‒explicó Sandi colocándose a mi derecha ‒. Podemos escapar por la barricada norte, es la zona que da a los campos de calabaza. Es la más lejana al museo. Si te liberan durante la cena, tal vez podamos huir por ahí, además pasaríamos justo detrás de la tienda en donde dejamos nuestras cosas, así que podemos recogerlas.
‒¿No crees que nos liberen juntos? ‒pregunté.
‒No lo sé, ‒contestó Sandi acercándose ‒. Negranoche parecía aborrecerte solamente a ti, pero Ángela parece que quiere mantenernos aquí a ambos. Hay de dos, o me liberan en la tarde para trabajar, o me liberan contigo para que nos coman a los dos. Si me liberan antes, es sencillo porque puedo crear una distracción y sacarte de aquí.
‒Creo que esa es justo la razón por la que nos encerraron juntos ‒dije.
‒Puede ser ‒murmuró ella.
‒¿Que tenías pensado hacer de distracción? ‒pregunté.
‒Encender este lugar ‒contestó al sacar una caja de cerillos de su chamarra.
‒¿Todo el museo? ‒pregunté. Me acomodé a la orilla del colchón y la vi caminar en círculos.
‒No todo ‒repuso ‒. Sólo lo suficiente para que tengan que apagar el fuego y podamos huir.
Permanecimos en silencio hasta que Sandi dejó de dar vueltas y fue a sentarse junto a mí de nuevo.
‒¿Entonces vamos a escapar o te vas a dar por vencido? ‒cuestionó.
Imaginé a Jacky esperándonos en su casa y contrapuse la imagen con Negranoche devorándome como si yo fuera un cerdo ahumado. Fue como si una flama se encendiera en mi pecho.
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Editado: 07.03.2024