Avanzamos a paso lento hacia las oficinas. A diferencia del resto del piso, el interior estaba oscuro, pues los ventanales del edificio que daban a ellas, se habían enmohecido y anchas lianas de hiedras bajaban desde el techo y tapaban la luz. Al entrar a la oficina principal, la alfombra apagó nuestros pasos. Era un lugar amplio y sombrió, más contaba con un baño y un mini-refrigerador del cual escurría algo pegajoso. Las paredes eran de vidrio, excepto la del fondo, que era de cemento y tenía un ventanal gigantesco por el cual entraba un haz de luz que alumbraba la esquina del cuarto.
La cortina estaba tumbada y la barra dorada sobresalía detrás del escritorio. Al ver las argollas de la cortina todavía moviendose un sensación de relajación se exparció por mi cuerpo al pensar que los más probable era que Fenrir hubiera tirado la cortina antes de salir disparado fuera de la oficina, lo cual también explicaría la nube de polvo e insectos que aún flotaba en el aire.
Algo se movió bajo la cortina. Incliné la cabeza para tener una mejor visión de lo que había detrás del escritorio y vi un bulto bajo la cortina. El silencio, sin embargo, era preocupante, podía escuchar los latidos de mi corazón golpeando contra mi pecho, así como mi estómago crujiendo y rogando por comida.
Le señalé a Ermenegildo que se adelantara para revisar y él contestó con un rápido meneó de cabeza y en vez de eso sacó una piedra de su bolsillo y cargo su resortera. Sandi traía un cuchillo que había tomado del comedor, pero después de nuestra discusión no me animaba a decirle nada.
Escaneé la habitación hasta que encontré una bolsa de palos de golf recargada en la pared. Tomé el más largo de los palos, el que tenía la cabeza más ancha, y fui hacia al escritorio. Di un par de pasos para acercarme y noté unos zapatos asomándose bajó la cortina. Mi garganta se cerró. Tomé la tela con tres dedos. Mi ojos se resecaron. Apreté la mandíbula y quité la cortina de un jalón.
Al menos veinte cucarachas salieron volando aterrorizadas. Ermenegildo gritó horrorizado y disparó su resortera. La piedra rebotó en el ventanal y me golpeó en la ceja antes de caer dentro de una taza. Me hice para atrás un tanto mareado y caí de espaldas con un dolor punzante. Sandi saltó sobre el escritorio y al mover el resto de la cortina reveló un cráneo enmohecido. Me limpié la sangre de la ceja, justo por donde tenía la perforación. La hinchazón presionó el pedazo de titanio y la cabeza me dio vueltas.
‒¿Jiro, estás bien? ‒exclamó Ermenegildo ‒. Discúlpame. Me espanté y es que tú y... y... cuando quitaste eso y vi el esqueleto pensé que nos atacaría. Te juro que no lo hice apropósito.
Alcé la mano y con una seña le hice saber que no tenía que preocuparse. Me levanté y enseguida dirijí la mirada hacia el esqueleto trajeado. El haz de luz que se colaba por el ventanal hacía resplander el color apagado de los huesos enmohecidos y acentuaba las grietas en la superficie del cráneo, de las cuales crecían hierbas de campanario. Una araña de patas alargadas se asomó por una de las cuencas y al vernos regresó a su cueva. Las florecillas moradas y la vestimenta formal que usaba el esqueleto contrastaban con la imagen funesta.
Me toqué la frente y respiré profundo. El dolor que dejó la pedrada se expandió hasta mi nuca. Controlé mi respiración, pero el golpeteo constante de mis latidos me recordó que debía permanecer alerta. El sudor descendió por mi espalda y dejó detrás de sí una sensación fresca en mi columna.
Sacudí la cabeza y dirigí la mirada hacia la puerta entreabierta del baño que había en la oficina. Con la barbilla en alto, Sandi de un lado y Ermenegildo del otro, abrí la puerta. No había ningun podridos, pero la naturaleza lo había conquistado todo. El escusado, que en algún momento fue lustroso, ahora se veía percudido y tenía tanto musgo como insectos alrededor de la taza. Del lavabo, descendían hiedras que habían salido de lo profundo de la coladera y varios cuerpos de insectos yacían volteados alrededor. A un lado había una regadera, la cortina de baño se encontraba repleta de hongos, así como las paredes que resaltaban gracias a la duela de madera falsa que tenía el techo.
La sala de juntas no necesitaba revisarse, no había más que un proyector, una mesa y sillas de madera. Para finalizar nuestro recurrido y al fin relajarnos, revisamos el corredor, el cual llevaba hacia una sala de espera. Las puertas del elevador estaban abiertas y dejaban ver el cableado oxidado y las paredes de cemente agrietadas. Por fortuna, encontramos un sofá alargado y uno individual. Había también una planta, cuyas raíces habían crecido tanto que reventaron la maceta. Me acerqué a donde solía estar el elevador y di un vistazo hacia abajo. El cajón de elevador se encontraba atascado en el piso de abajo y hacia arriba no había más que obscuridad densa y siniestra.
‒Parece que estamos a salvo ‒musité.
Al instante los tres relajamos los hombros y suspiramos. Mi respiración se normalizó a los pocos segundos. Era un descanso sentirse seguro.
‒Voy a limpiarme la frente ‒dijo Sandi y se apretó la gasa que se había puesto en la herida.
Al instante recordé el rasguño que se había hecho cuando nos atacaron las tres mutantes voladoras. Mi cuerpo se estremeció y se me encojió el corazón.
‒¿Quieres que te ayude? ‒dije bajando el palo de golf.
‒No, gracias ‒respondió Sandi en tono seco.
‒Si quieres ve a limpiarte la ceja, Jiro ‒murmuró Ermi ‒. Yo me encargo de barricar la puerta.
Ambos avanzaron por el corredor. Sandi se metió a los baños mixtos y Ermi empujó uno de los archiveros hacia la puerta. Mi pecho se acongojó. Aun con el hambre invadiéndome sólo podía pensar en la debilidad de mi corazón.
Me metí a la oficina principal, dejé el palo de golf en el escritorio y entré al baño individual. Necesitaba algo con que limpiarme y recordé haber visto una toalla ahí. Me daba un poco de asco, pero la sacudí un par de veces hasta que unas cuantas arañas cayeron al piso y salieron corriendo para subir por telaraña debajo del lavabo.
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Editado: 07.03.2024