Dicen que apreciamos las cosas solo cuando ya no las tenemos. Como un niño al cual le quitan un juguete al que no le presta mucha atención y de repente ya lo quiere como si fuera su posesión más preciada. Es esa sensación nata de arrepentimiento natural por montón de cosas que no hiciste, sentiste o pensaste. La frustración llevada a cada rincón de tu cabeza, que te hace pensar en eso y solo eso que perdiste. Puedes perder casi cualquier cosa: un auto, dinero, una apuesta, un año.
Sentirte en un espacio tan grande que la reverberación vuela y es como si pudieras casi tocar cada fibra de la vibración con tus sentidos. Puedes visualizar tus emociones, te sientes tan confundido que no sabes qué es lo que vas a hacer ahora que no tienes lo que perdiste. Solo puedes pensar en lo que pudo haber pasado si no perdieras esa cosa. Es un duelo interno contra la realidad, donde deseas que todo sea un sueño y despiertes de golpe por la alarma de tu teléfono o tu madre llamando a la puerta de tu habitación.
Puedes escuchar el ritmo cardiaco de tu corazón, sientes tu rostro demacrado por la preocupación y el ceño que nunca se frunce por alguna razón denotando la preocupación que tiene tú corazón. Es el momento en que casi nada tiene sentido, porque te das cuenta de que las cosas se van y no importa nada más. Como esa muerte inminente que todos tenemos destinada; nos vamos y un foco encendido se apaga. No vuelves en ti. Nunca fui un religioso y tampoco creí en un paraíso hermoso que nos espera al final de ese túnel oscuro que está cegado por la presencia de una enorme luz al final del camino. Cada paso que das se escucha por los lados, un silencio tan profundo rodea tu cuerpo y ese zumbido indicador de la inexistencia permanece. No puedes ver mucho, ya que ese fuerte brillo delante de ti te lo impide.
El pensamiento recurrente de que eso que tanto añoras ya no está invade tus emociones y no logras vislumbrar una realidad alterna donde no haya pasado; es lo que más quieres, pero no lo tienes. Entender que ya no está contigo es cada vez más difícil.
Mi novia murió en el verano de 1996. una mañana de Julio, donde las aves emprendían su vuelo y canto habitual, las hojas de los arboles verdes como un rotulador nuevo, el frío envolvente de las seis de la mañana hacía a mis piernas recogerse y el rocío en la hierba se sentía por toda la espalda. Era una época donde la información y la tecnología no era tan avanzada como hoy en día; cuando pactabas una cita tenías que ir, ser plantado o el plantador. Esperar a la otra persona era un juego de ansiedad que me provocaba encender un cigarrillo y resignarme a que el perfume que impregnaba mi ropa se desvaneciera siendo reemplazado por el terrible olor del tabaco y los químicos que este posee. Encontrar un buen libro para leer no estaba en los blogs: estaba en las recomendaciones de tus profesores, amigos, compañeros o alguna variedad en la tienda de libros de mi barrio. La librería "Amor por leer" siempre había sido el lugar donde me encantaba estar. Pasaba por ahí antes de ir a la Universidad y me refrescaba al ver que podía comprar un nuevo libro cada mañana. La lectura comenzaba al salir del negocio de Roberto, un hombre canoso con mirada alegre. Vestía con camisa blanca, una gorra para jugar naipes de color verde y una correa en la manga izquierda a nivel del bíceps. Sus pantalones color canela era la combinación perfecta para sus zapatos escolares de color negro. Parecía que aquel hombre estaba cumpliendo su sueño, recomendando libros a los clientes que interesados se introducían a las paginas de algún ejemplar sobre las estanterías. Comentaba algunos aspectos interesantes sobre el libro que las personas tenían en sus manos y tomando algún otro título convencía a quien fuera de comprar los dos.
En el Tren, con el último vagón vacío y más de una hora por delante de camino mi lectura se volvía inmersa casi sin notar los en donde me encontraba. Leyendo página a página, mi cabeza se sumergía en las palabras del autor en cuestión. Al llegar a la estación "Independencia" sabía que tenía que cerrar las paginas, porque había arribado a mi destino: Una estación muy amplia, con máquinas expendedoras de snack y una docena de cajas para comprar boleto de viaje. Por lo regular, hay un hombre cantando en un idioma que no entiendo extendiendo su voz por todo el pasillo hasta las escaleras de salida. Tiene una gorra con algunos centavos frente suyo, la cual me invita a dejar unas monedas cuando paso por ahí. El hombre me desea buenos días y yo hago lo propio.
Mi camino por la escuela se extendía por la ciudad al salir del tren. La lluvia me llenaba los zapatos y mi cabeza, arruinando el peinado despreocupado que tanto trabajo me costaba lograr por las mañanas. Los edificios se mostraban imponentes ante la sensación de solo caminar por caminar. Esa acción inconsciente de realizar una acción y hacerla solo porque sí. Caminar siempre ha sido una de mis actividades favoritas, pero la lluvia no me ayudaba mucho a poder continuar la lectura mientras ando por mi ciudad. Una ciudad que brilla por lo grande que es, la acera a nivel de calle tiende a ser un poco peligrosa, cada esquina tiene semáforos que me ayuda a saber si es prudente seguir caminando o apartar los ojos del libro para esperar a que la luz me ceda el paso. De cualquier forma, solo espero a no tropezar con las diferentes grietas del suelo y llegar sano a la Universidad, en donde estudiaba educación; quería ser maestro.
#27876 en Otros
#2361 en No ficción
#42336 en Novela romántica
#6934 en Chick lit
Editado: 13.06.2019