Amar es, quizás, el acto de vulnerabilidad más grande que podemos experimentar. Al abrir nuestro corazón a alguien, confiamos en ellos nuestro cuerpo y nuestra alma, revelando las partes más íntimas de nuestra existencia. Este acto de confianza es similar al recibir una bebida de una persona querida: un gesto que implica una profunda confianza. Sin embargo, esta misma confianza puede convertirse en la fuente de nuestras mayores heridas, ya que quienes amamos con más intensidad son también los que tienen el poder de rompernos el corazón.
La paradoja del amor radica en que, aunque nos sentimos merecedores de recibir y dar amor, esta creencia puede llevarnos a sufrir cuando nuestras expectativas no se cumplen. Nos adueñamos de espacios, lugares y personas, y en esa apropiación, se encuentra el germen del sufrimiento. La pregunta entonces surge inevitablemente: ¿es peor amar o no hacerlo?
Gran parte de mi vida la pasé en soledad, no por miedo o incapacidad de amar, sino porque deseaba conocerme a mí misma antes de compartir mi vida con alguien más. Este autoconocimiento, sin embargo, no me inmunizó contra el dolor que el amor puede generar. En esta búsqueda de comprensión y autenticidad, aprendí que el dolor y el amor son dos caras de la misma moneda, inseparables y necesarios para experimentar lo que es amar de verdad.