El latido del agua

II - Lucía

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penas guardaba un vago recuerdo de su madre y conocía su imagen gracias a una fotografía que colgaba de un marco de madera en una de las paredes de su cuarto. Una neumonía mal curada se la llevó cuando ella apenas tenía cuatro años. Tampoco conoció a su padre. Solo sabía de él lo que le había contado su abuela:

—Tu padre era un buen mozo y un buen hombre. Llegó con nuestros pastores desde su tierra, Extremadura, cuando estos regresaron con los rebaños en la primavera. Al parecer, quería ver mundo, conocer lo que había más allá de lo que marcaban las lindes de su pueblo y cuando los rebaños se detuvieron en él para reponer fuerzas y alimentos, se unió a ellos. Al llegar aquí, el mayoral lo alojó en su casa.

»Conoció a tu madre en la fiesta del Pastor, aunque ya se habían cruzado miradas en la calle; un mozo forastero en un lugar tan pequeño no pasa desapercibido. Era joven, con la sangre caliente, y pasaba mucho tiempo solo en el monte. Tu madre, que también era joven, se enamoró a pesar de que sabía que partiría de nuevo con el ganado al llegar el otoño. Pero es que el amor no sabe de trabas ni de impedimentos. ¿Quién iba a reprocharles nada? La naturaleza tira y hay que dejar que la vida se renueve. Nueve meses después de su marcha naciste tú. Él regresó al año siguiente y, cuando te conoció, se quedó hasta bien cumplido octubre. Sin embargo, a punto de comenzar el invierno, no pudo esperar más y se marchó. Tendría que andar deprisa y alcanzar a los demás en las majadas altas, antes de llegar a los puertos, si no quería que lo sorprendiera la nieve solo y en mitad del monte.

»Nunca he visto a tu madre tan feliz como en esos pocos meses contigo y con tu padre ni tan triste como el día en el que él se fue. Asumió su marcha como si se lo hubiera arrebatado la muerte. Sabía que no regresaría más.

A los tres años, en una tarde de viento y tormenta, su madre también partió. Desde entonces, Esperanza fue madre, padre y abuela de Lucía. Para Lucía lo fue todo. La niña creció feliz a su lado en la pequeña aldea, cumpliendo los ciclos de la naturaleza, viviendo las estaciones del año, las siembras, las cosechas…, en íntimo contacto con la tierra, con los animales que cuidaba, con los árboles, con la montaña… No echaba de menos la vida de la ciudad que leía en los libros y que le contaban los que iban a pasar los veranos al pueblo. Las letras y las cuentas que tuvo que aprender se las enseñó don Claudio, el maestro. Lucía era lista, una alumna aventajada. Le gustaba leer. Más bien devoraba los libros que don Claudio le traía de la biblioteca de la ciudad. Le encantaba conocer a través de ellos otros lugares, otros modos de vida, pero por el puro placer de saber; para nada ansiaba vivir lo que leía en ellos. Era feliz en su pueblo, con sus montañas, con su río y con su abuela.

Mirando ahora su figura consumida, recordó cuando le abrió su mente al conocimiento ancestral y profundo y le enseñó a ver más allá de lo que a simple vista parecía. A través de sus ojos y de sus palabras, aprendió la verdad de la vida y de la muerte, de la tierra y del cielo; esas realidades que no vienen escritas en los libros, sino en lo más profundo del alma de cada ser humano. «¡Qué difícil resulta para los hombres leer su propio interior! —solía decirle Esperanza cuando alguien actuaba en contra de esas verdades, dejándose llevar por la ira, la envidia, la mezquindad, yendo en contra de su propio instinto natural—. ¡Si solo tienen que mirar pa dentro!».

«Mirar pa dentro». ¡Ni que fuera tan fácil! Cuando tuvo edad de comprender el significado de esas misteriosas y a la vez sencillas palabras, Lucía, muchas noches antes de dormirse, en la intimidad de su cama escrutaba su interior buscando lo que su abuela le anunciaba sin ver nada o prácticamente nada. Lo creía, lo asumía porque ella siempre decía la verdad; lo intuía, pero no llegaba a descubrirlo.

Fue algunos años más tarde cuando vislumbró esas leyes no escritas que Esperanza intentaba trasmitirle: observando la naturaleza, contemplando y mirando cómo pasaba la vida. Aprendió que lo que sucede no es por casualidad, que todo obedece a una causa y que todo fluye cumpliendo un destino universal. Así, las noches invariablemente traen días, cada cuarto creciente anuncia la luna llena, y en cada estación se cumplen los ciclos rituales en la tierra y en el cielo. Las aves emigran cuando llega el invierno y regresan anunciando la primavera. La nieve que cubre las montañas y aísla al pueblo alimenta los ríos. La lluvia nutre a los prados y hace crecer la hierba, que a su vez es alimento del ganado. Los frutos de la pequeña huerta que los abastece de patatas, lechugas, tomates, berzas, coles…, también tienen su tiempo de siembra y recogida.

Lucía comprendió, mirando, escuchando a su propio instinto, que todo lo creado, visible o invisible, vibra y se mueve en la misma sintonía que emerge de la mente suprema del creador, que todo lo que existe es por sí mismo, y que cada ser vivo, cada elemento de la naturaleza, cumple a rajatabla su función, sin desviarse ni un ápice de aquello para lo que se los ha creado, sin cuestionarse, sin pedir cuentas, sin preguntarse, sin medir tiempo. Solo están, saben ser. Forman parte del todo, del cosmos, del engranaje perfecto y maravilloso que es el universo y el gran secreto. La gran enseñanza es que cada persona, cada ser humano, es un elemento más de ese conjunto; una parte minúscula, exclusiva e individual de ese todo, imprescindible para configurar el universo tal y como es y con una sola misión: vivir en respeto y comunión con él y no transgredir las leyes de la naturaleza, sintiéndose uno con ella y, a través de ella, con el cosmos. Cuanto más se aleja el hombre de su destino, más atrae la infelicidad y la tristeza a su vida y a las de los que lo rodean. Porque los actos del hombre repercuten en el resto de la humanidad, en el resto de la creación. No hay nada que no tenga sus consecuencias. Todo se refleja.



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Editado: 27.11.2020

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