Es sábado, por lo que después de lo tarde que había llegado anoche, decido disfrutar de un breve descanso mientras almuerzo con Ángela.
Claro que saldría de nuevo para continuar con mi investigación, pero un poco de tiempo para pasarlo con ella, no me lo podía negar.
Ella se pasea por la cocina con su pequeña pancita que apenas si se notaba. Sólo tenía 4 meses. Cuatro meses que me hubiera encantado disfrutarlos a su lado.
Pero debido a que el reloj seguía corriendo, casi no había estado en casa para eso.
Cada uno de los días me dedicaba a investigar, buscar en cualquier libro o página que hablara sobre maldiciones gitanas.
Toda mi oficina era prueba de ello. Estaba llena de información sobre el asunto.
Pero lo único que había aprendido hasta ahora, era que entre más viejas eran las maldiciones, más difíciles eran de quitar, sino es que imposible.
Por supuesto no le había dicho nada.
No tenía caso abrumarla con algo así. Prefería que estuviera tranquila todo el tiempo. Aunque claro está, mi mayor temor es que terminara pasando sus últimos momentos lejos de mí, después de saberlo. Eso no podría soportarlo. Ni siquiera sabía cómo podría seguir adelante sin ella, se había hecho indispensable en mi vida.
Necesitaba su ánimo, su sonrisa.
No tenía idea si lo lograría.
- ¿Vas a llegar tarde otra vez? – pregunta al sentarse frente a mí para comenzar a comer un poco de fruta.
- Posiblemente. ¿Por qué? ¿Necesitas algo?
- No es eso. No es nada.
Pero por la forma en que trata de mantener su mirada en el plato, sé que algo la está inquietando.
- Dime qué pasa – le tomo la mano libre para acariciársela.
- No quiero ser de esas mujeres que se quejan del poco tiempo que pasan con sus maridos, pero pensé que podríamos pasar juntos este día.
Debí verlo venir.
- Sé que estos días han sido difíciles.
- Cuando termine todo ese trabajo te voy a raptar por algunos días. Hasta que me canse de tenerte todo el día conmigo – me advierte con esa sonrisa traviesa que no puedo resistir no correspondérsela.
- Esa es una buena idea – me inclino hacia ella para darle un beso -. Pero ¿qué te parece si no esperamos tanto? No te puedo dar todo el tiempo por ahora, sólo los domingos, ¿qué dices? – trato de persuadirla -. Todo el día para hacer lo que se te antoje.
- ¿Lo que yo quiera?
- Sí.
- ¿Y cuándo empezamos?
- Mañana mismo.
Ella deja su lugar, para sentarse en mi regazo, rodeándome el cuello con sus brazos.
- Tengo una idea de cómo pasaremos este domingo – me da un beso.
Me encantaba. Así que no puedo resistir no volver a sentir sus labios, sólo que esta vez tendría que durar más. Un largo y minucioso beso era lo que necesitaba.
- ¿Qué pasó? – pregunta sorprendida después de que la alzara en brazos.
- Simplemente no puedo esperar a mañana.
Sin perder ni un minuto más, la llevo de vuelta a la recamara.
Es de madrugada y de nuevo estoy despierto.
Por más cansado que estuviera siempre terminaba levantándome a mitad de la noche. Primero por la culpa, y ahora por la angustia de lo que vaya a suceder.
Sólo esperaba no tardar mucho en conciliar de nuevo el sueño.
Me levanto con cuidado de no molestar a mi esposa, y avanzo hacia la cocina por algo de tomar.
Tenía la boca seca, por lo que un vaso de agua helada parecía una buena opción.
Así que después de tomármelo de un solo trago, enjuago el vaso antes de regresar a la cama.
O al menos esa era mi intención, pero un ataque de nervios me tiene inclinándome sobre la encimera para no caer.
Agradecido de que esto terminara pasando ahora que Ángela no podía verme, trato de sacar todo el miedo y la frustración de estos meses. Jamás había tenido tanto miedo en toda mi vida, así que era difícil saber qué hacer para sobrellevarlo.
Me tomo unos cuantos minutos para calmarme, antes de hacer mi camino de regreso. Hasta que percibo como un pequeño aire recorre mi nuca, como si alguien estuviera respirando sobre ella.
Temiendo que Ángela se asuste al verme así, me compongo lo mejor que puedo, pidiendo que la escasa luz haga el resto, antes de girar a ella.
El problema es que los ojos que observo no son los color miel que veo todos los días, sino que me topo con un par de ojos verdes. No termino de comprender lo que pasa hasta que ella parece mirar hacia la puerta por la que había entrado hace un momento.
No se me ocurre otra cosa que hacer más que retroceder, buscando escapar de ella, pero apenas si doy un paso antes de topar con la encimera.
Estaba atrapado.
Lo más extraño es que ahora que la vuelvo a ver, recuerdo que es la misma mujer de la boda, incluso antes la había visto en un crucero. Era ella, la gitana.
No había hecho la relación hasta ahora.
Al menos eso había servido para despertar mi cerebro, el cual me estaba indicando que esta era la mejor oportunidad que tenía para convencerla de que cambie las cosas.
Que Ángela sobreviva.
- Espera - le digo cuando veo que retrocede.
No iba a perderla. No sin antes convencerla.
- Por favor, deshaz esto. Ella no lo merece. Nosotros no tuvimos la culpa de lo que pasó. Ya te vengaste de él, ¿por qué sigues con esto?
La mujer no parece escuchar, sigue retrocediendo lentamente, satisfecha por como suplicaba. Hasta intento tomarla para evitar que lo siga haciendo, pero con eso sólo logro que me dé una mirada poco amistosa, evitando que lo haga.
- Por favor – insisto, no me importaba rogar si eso salvaba a Ángela -. Te lo suplico, déjala a ella fuera de esto. Lo que quiera que quieras hacer, hazlo conmigo. A ella déjala.
Estaba dispuesto a lo que fuera para convencerla. Y cuando creo que realmente lo está considerando, ésta sólo se evapora frente a mí.
- No.
Sé que es inútil, pero ni eso me detiene a abalanzarme sobre ella como si pudiera detenerla aunque fuera un momento. Aunque lo único que consigo es que casi me
estrelle contra el piso.
Si no es porque logro meter las manos, no me rompo la cara.
De nuevo estaba sin soluciones.
Impotente, golpeo el suelo.
- ¿Daniel? – me llama Ángela antes de verme en esta posición.
Intento levantarme antes de que me vea.
- ¿Con quién hablas? – pregunta con el ceño fruncido al llegar hasta mí.
- Con nadie – termino de incorporarme -. Sólo que resbalé y ya sabes... – me encojo de hombros.
- ¿Estás bien? – pregunta revisándome con la mirada por algún golpe.
- No es nada. Enserio.
Me marcho, de vuelta a la habitación antes de que siguiera con el interrogatorio.