El Mago Oscuro

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Gabriel era un buen niño, inquieto, travieso y muy curioso. Con sus siete años recién cumplidos ya demostraba una gran inteligencia que bien le hubiera valido un adelanto de año en el colegio. Apenas aprendió a leer, descubrió, en los libros de cuentos y en las revistas de historietas un mundo diferente, un mundo al cual lograba transportarse mediante su frondosa imaginación.

En la escuela estas cualidades le jugaban en contra, pues se aburría rápidamente de la clase y comenzaba a soñar despierto, inventando historias, viajando a mundos distantes. Estos "viajes" eran los causantes de los muchos llamados de atención que la maestra le hacía, llamados que más de una vez le hicieron ganar una que otra penitencia en casa.

Era hijo único de padres trabajadores que luchaban día a día para subsistir, pagar las deudas, vestirse, comer y de vez en cuando, darse el lujo de ir un fin de semana al cine.

Alquilaban una humilde casa no muy alejada del centro de la ciudad en donde el pequeño Gabriel tenía su propia habitación. Su cuarto era un caos: ropa desparramada por doquier, juguetes, revistas, pósteres de sus ídolos de dibujos animados que cubrían gran parte de las paredes.

A los ocho años leyó por primera vez un libro de Julio Verne: Viaje al centro de la Tierra. Quedó alucinado con la historia y con un sinfín de imágenes de vastas cavernas, de mares subterráneos y de animales prehistóricos que recreaba en su mente. Ese fue el comienzo del idilio con aquel increíble escritor francés.

Durante aquellos días, cuando ya estaba por terminar de leer esa obra y andaba con esta de un lado para otro, fue enviado por su madre a comprar al almacén de la esquina. Gabriel obedeció a regañadientes; estaba desesperado por acabar las últimas páginas, así que, caminando distraídamente, se fue tropezando una y otra vez hipnotizado con el epílogo de aquella extraordinaria historia.

En el almacén de don Carlos, mientras esperaba su turno para ser atendido, fue sorprendido en su lectura por la voz carrasposa de un anciano a quien nunca había visto en el barrio. El hombre también estaba esperando su turno para ser atendido y, viendo al niño tan ensimismado en la lectura, se le acercó y le dijo:

-¡Buen libro ese! ¡El viejo Verne me hizo caso!

Gabriel se sobresaltó. Miró al anciano de rostro bonachón, nariz ancha, mejillas rojas y cejas espesas que sobresalían por encima de sus anteojos. Una pipa que amenazaba con caérsele de la boca, escondida por un grueso bigote, emanaba el fuerte aroma dulzón del tabaco. El chico le sonrió, pero no alcanzó a cruzar palabra con él, era su turno para comprar.

-Un kilo de pan, don Carlos.

-Un kilo de pan... ¿Algo más, Gabriel?

-No, nada más.

El almacenero colocó el pan en la bolsa y, mirando al hombre que estaba distraído observando los precios de las frutas, se agachó a la altura del pequeño y le dijo al oído:

-¡Ten cuidado, niño! ¡No te acerques a ese viejo loco! -Mientras lo decía, le indicaba con la mirada al extraño, que ahora probaba unas uvas.

Gabriel, asustado, miró de soslayo al anciano. Tomó su bolsa, pagó el pan y, sin dejar de mirar al viejo, encaró hacia la puerta de salida. Antes de atravesarla, este le dedicó una sonrisa y, con su pipa en la mano derecha, lo saludó.

En los meses siguientes se volvió a cruzar con él un par de veces, momentos en los cuales lo saludaba de la misma forma que cuando lo vio por primera vez, en el almacén. Gabriel había escuchado de las viejas chismosas que el viejo era extranjero, que había escapado de la Segunda Guerra Mundial (aunque otros decían que en realidad se había escapado de la Primera) y que estaba loco. Algunos de sus amigos comentaban que lo habían visto comer suelas de zapato e inclusive que salía por las noches a cazar ratas y gatos para cocinar su estofado preferido. Si bien la palabrería y la inventiva del barrio no tenían fin para con el anciano, esto se debía en gran parte a que no se sabía nada de su procedencia. Había aparecido por la zona algunos años atrás, no tenía amigos, aunque saludaba a todos amablemente, y tampoco se le conocían parientes. Lo consideraban un viejo loco y le guardaban cierto recelo, pero esa misma gente contribuía para que subsistiera con su pequeña relojería; era bueno en su trabajo y cobraba muy poco, arreglaba desde desvencijados relojes de pulsera hasta despertadores y relojes de pared; en resumen, toda clase de relojes, de los buenos y, en su mayoría, viejos cachivaches que estaban más para la basura. Nadie sabía su edad, por eso muchos argumentaban que era más viejo que Matusalén y hasta decían que había escapado del hundimiento del Titanic. Toda esta parafernalia de historias se vio incrementada el día en que llegó de Europa un tío de Doña Clara –la vieja más chismosa del barrio– para visitar a su única parienta viva. El extranjero, de alrededor de setenta años, contó historias de su Suiza natal que dejaron a medio mundo boquiabierto. Donde él había vivido prácticamente toda su vida, por los años cincuenta, había conocido a un relojero cuyo rostro era igual al del extraño vecino. Lo sorprendente era que ya por aquel entonces este hombre tenía las mismas canas y arrugas. Proviniendo de la línea familiar de doña Clara, terrible chismosa y mentirosa, muchos no tomaron en serio esta historia, pero otros dieron rienda suelta a su imaginación.

La vida de Gabriel transcurrió sin sobresaltos los subsiguientes años. En el colegio continuó igual de distraído, pero siempre se las arreglaba para pasar de grado sin inconvenientes. Siguió leyendo nuevas historias de Verne: 20 mil leguas de viaje en submarinoDe la Tierra a la LunaLa vuelta al mundo en 80 días, que no hacían más que alimentar su esperanza de poder vivir en el futuro historias sorprendentes. Pero, al cumplir los once años, se produjo un acontecimiento que cambió su vida y la imagen idílica que tenía de ella. De pronto, todo su mundo de fantasía pareció desmoronarse de un soplido cual castillo de naipes.




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