Me crié cerca del mar. He visto millones de turistas visitar las playas en pleno verano, cuando la brisa es suave y el agua agradable. Cuando el sol brilla y con crédula superficialidad promete borrar las tristezas, por lo menos durante esos dos meses de calor.
En la playa, la gente bronceada te observa vagamente y te anima, sin decir palabra alguna, a entrar y nadar en las aguas cristalinas de la costa. Delirio de una fugaz temporada.
Cuando el frío llega y la gente se va, algunos seguimos acá, pero ya nadie nos nota. El mar sigue ahí, pero ya no es el mismo. Pese a que quedamos pocos algunos pasamos desapercibidos, no porque nadie nos conozca sino porque la pretenciosa mayoría elige obviarnos de su idílica existencia. En mi caso, siempre estuve bien con eso. Incluso extraño esa paz, lo aburrido y encantador que nos brinda la vida tranquila y cotidiana.
Fugazmente una peste arrastró con ella todo vestigio de tranquilidad en nuestra ciudad, ya no vemos brillar el sol ni escuchamos el ruido del tajante mar a nuestras espaldas como solíamos hacerlo.
Un virus está arrasando, no solo con la ciudad, sino con todo el mundo. Las noticias son crueles y desalentadoras. La gente se encuentra desolada y desesperada, saquean las tiendas, ya no hay transporte público.
En las calles se ven niños correr temerosos. Con inocencia esperan encontrar a sus padres, probablemente muertos y no necesariamente por el virus. Las autoridades han decreto medidas extremas, mostrándose implacables. El estado cerró las fronteras del país. Tomando más que nuestra libertad, también nuestros nombres.
La población se divide en dos, por un lado los denominados "infectados". Es decir, la masa descartable que ya posee el virus. Por otro lado, se encuentran, los "transmisores" muy probablemente gente de bajos recursos que dieron negativo en la prueba de infección, pero aun así se la recluye y considera una amenaza.
No se sabe exactamente cómo llegamos o como chocamos, más bien, de forma cruda y estruendosa a este punto. Las malas lenguas dicen que esto no es una mera casualidad o un castigo de Dios. Informan que existe una gran empresa dueña de la mitad de nuestro país, manejada por un hombre temible y acaudalado, la cual no solo insertó la enfermedad dentro de nuestra actualmente moribunda sociedad, sino que también tiene la cura.
La pregunta, cuál podría ser la motivacion para acabar con la mitad de la sociedad. La respuesta, ninguna.
La idea, según dicen, era acabar con la población que ahora llamamos de "riesgo", la gente mayor de bajos recursos, por la cual el gobierno invierte dinero cada año pagando sus pensiones y jubilaciones. Pero todo se les fue de las manos y ahora el mundo entero corre peligro.
Me encuentro parada en el gran comedor de la universidad a la cual asisto, nada es como solía serlo. Me eriza la piel, saber que un lugar conocido y habitual para mí pueda resultar tan lejano y oscuro ahora mismo.
Nos obligan a formar largas y ordenadas filas, donde solíamos tomar la comida y bebida solo hay barbijos y otros utensilios parecidos. Unos hombres altos están vestidos con trajes aterradores que cubren todo su cuerpo. Ellos son una especie de enfermeros que nos someten a una larga revisión. Tengo cinco personas delante mio a la espera de un desconocido proceso que definirá a que grupo pertenecen.
Mientras aguardo aterrada mi turno, intento refugiarme en lo conocido y recordar cómo era mi vida antes de que esta pandemia azotará la humanidad.
Trabajaba a tiempo parcial limpiando las instalaciones del campus. Los lunes solía juntar los restos de las fiestas de fraternidad del fin de semana y los martes despegaba el chicle debajo de las mesas de la sala computación.
No todo era tan malo algunas tardes trabajaba en la biblioteca, me perdia entre los libros y me sentia renacer, las palabras me llenaban de esperanza y otras veces de temor, me consumían y eran parte de mí, me transportaban a un lugar lejano en el cual todo tenía sentido, podía escapar de la vida y aun seguir sintiéndome viva, esa es la razon por la que valía la pena este trabajo me ayudaba a poder costear lo que realmente me apasiona : estudiar literatura.
Contemplo con asombro y expectación la gran fila de personas asustadas avanzar delante de mi. Una voz, a través de un parlante anuncia que está por comenzar el aislamiento y que pronto los dormitorios del campus serán restringidos.
En caso de no vivir en el campus, los estudiantes serán trasladados al refugio del gobierno más cercanos. Ya que las rutas están totalmente cerradas y nadie puede regresar a su hogar.
Miro a los costados una y otra vez, buscando algún tipo de salida milagrosa pero no la hay.
Temo por mi abuela, vivo con ella a kilómetros de la facultad, suelo tomar dos transportes públicos cada día para llegar aquí.
Una vez llegado mi turno sentí que me pusieron un termómetro en mi boca. Las voces se volvieron casi inaudibles me adentré en mis pensamientos, abstrayéndome.
Desperté cuando al parecer, habían terminado. Seguí a los otros estudiantes y los vi dirigirse cada uno a su dormitorio sin problema alguno. Supongo que era la única que realmente desconocía la situación y el protocolo.
No tenía medios ni posibilidades de huir.Corrí por el campus y los pasillos interminables me abrazaron, todos los estudiantes ingresaban sin más, y detrás podía ver a una persona trabando las puertas, tomaban una especie de engrapadora gigante y bloqueaban la salida.
Mis tobillos ardían y sentía el piso golpear debajo de mis pies como si desgastara mis zapatos. Toqué todos los picaportes, forzándolos, pero todos estaban herméticamente cerrados. Incluso intenté golpear las puertas y patearlas pero fue inútil. Hasta que al apoyarme con fuerza en una de ellas, poniendo desesperadamente todo el peso de mi pequeño cuerpo sobre la misma, se abrió dejándome caer dentro de una habitación a oscuras .