Once meses, casi un año había pasado desde su último encuentro, una mirada rápida y desviada, un revoltijo en el estómago y recuerdos invadiendo su débil mente.
Su historia había sido de lo más alocada, ella tenía dieciséis y él entrando en los diecinueve, tres años no fueron impedimento para jurarse amor eterno —o eso pensaban ellos, al menos él— tres años para ellos era como si tuviesen la misma edad, debido a que la madurez que ella tenía, era mil veces más volátil que la de alguien de su edad.
Por eso, él se enamoró de ella.
Se enamoró de su mente, de esa retorcida manera de pensar acerca de la vida, de su amor por las plantas y por los cachorros, de sus cabellos marrones y su piel pálida. De las pocas pecas que se esparcían en sus pómulos, de sus mejillas rojas, de su leve acento español y también de sus curvas no muy marcadas.
Se enamoró de sus palabras, de su alma y de su olor.
Santo Dios, ella lo volvía loco, tan loco como se puede, loco de amor, lujuria y pasión.
Eran aparentemente perfectos el uno para el otro, se complementaban entre virtudes y defectos, entre personalidades y maneras de pensar.
Él un deportista aspirando a grandes sueños, ella su mayor fanática desde las gradas.
Hasta que un día ya no más. Sus sueños se quebraron, al igual que su relación.
Sus ojos dejaron de brillar y su vida perdió rumbo gracias a la inestabilidad.
A la dependencia.
Ella se fue, lejos de él, apartando todo sentimiento que pudiese haber de por medio, apagando su amor incandescente.
Desde entonces, hacía ya más de un año, se volvió como ya se contó, el mayor admirador de la luna, de las estrellas y galaxias.
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Editado: 21.12.2018