—Arthur, lamento llamar tarde, sigo en lo de Leisa y apenas me di un espacio para comunicarme contigo —iba diciendo Elea cuando oyó el sonido de descuelgue y tras hacer una pausa en el ensayo de boda de Leisa, encaminando sus pasos en dirección de la barda baja alrededor del edificio. Se detuvo e inspiró hondo—. ¿Cómo sigues?
Al otro lado de la línea, Arthur soltó un suave resoplido y sonrió.
—Agradezco tu preocupación, Eleanor —respondió con su sosegada voz—, me encuentro un poco mejor que hace unas horas. Vino el médico a verme y en efecto, tengo una infección estomacal. —Hizo una pausa, escuchando el suave sonido de la música de fondo, en la terraza—. ¿Cómo va la prueba de tu hermana?
Elea apoyó los codos sobre la barda y sonrió, elevando su mirada al cielo nocturno; la noche los había sorprendido por la demora de muchos y las exigencias de la novia quien deseaba que todo saliera perfecto.
—Va bien —admitió—, hay detalles que Leisa desea que queden pulcros, por esa razón continuamos en la terraza del 620 Loft & Garden.
—Ella es bastante peculiar —comentó—. Debe ser tan interesante como tú.
Elea soltó una ligera risa, experimentando una sensación de tranquilidad.
—Querrás decir tan gruñona como yo —se burló, apartándose los cabellos del rostro—, aunque tienes razón, Leisa es una mujer interesante, en especial cuando se trata de perfeccionar las cosas.
—Es su boda. Ella desea que todo quede excelente —la animó Arthur—, pero me alegro que esté quedando tal y como desea o de lo contrario, el evento sería un total fiasco que haría rabiar a tu hermana pues toda novia quiere un día fenomenal.
Elea asintió con la cabeza, dándole la razón al joven. Hablar con Arthur le proporcionaba un sentimiento de paz, con su sosegada voz, su tranquilo comportamiento y su manera de verlo todo tan simple y acertado. Arthur le suministraba una explosión de buena vibra, pero nada más, no sentía más que agrado hacia ese ser humano y era lo que la preocupaba porque en comparación con Harrison, Arthur no la hacía temblar de emoción o deseo anticipado. No le provocaba nada.
Sonrió con tristeza, dándose cuenta que el único hombre que poblaba sus pensamientos desde el primer instante de conocerse fue Harrison Edevane, quien, al parecer, ya estaba destinando su encuentro.
~*~*~*~
Harrison platicaba con un grupito de amistades de Leisa la cual había insistido en presentarlo, alegando que estaban interesados en conocerlo y echándole en cara que no podía defraudarle, haciéndole la grosería de despreciarla. Y él, como todo un caballero, aceptó mantenerse entre aquellos personajes cuya conversación no lo estaba satisfaciendo porque la consideraba sin sentido, tan incoherente que no merecía la pena recrearla. Mostraba una sonrisa en el rostro, pero era falsa y se limitaba a asentir.
—Eres el principal exportador de ciruelas de Inglaterra, Harrison —decía uno de los amigos de Leisa—, debe ser un orgullo, considerarte uno de los empresarios más jóvenes del país que ha triunfado.
Harrison arrugó la frente, clavó su mirada en el hombrecito pelirrojo cuyas regordetas mejillas estaban rojas y chispeantes, y ya decía incoherencias.
—Soy un granjero y siempre me he considerado como tal —respondió, encogiéndose de hombros—, yo no tengo ningún título al respecto. No me creo ningún empresario como muchos de los aquí presentes, pero sí, te daré la razón en que me siento fatuo de ser uno de los grandes comerciantes de ciruelas del país y no es un mérito que se obtenga por estar sentado detrás de un escritorio sino de pasar arduas horas de trabajo bajo cualquier circunstancia climática —explicó con paciencia e ignorando las expresiones de perplejidad que recibía por sus interlocutores—. Trabajo duro y dedicación, en mi opinión, son clave del éxito.
Y dicho eso, Harrison hizo una leve inclinación de cabeza, giró sobre sus talones y sin disculparse, se retiró. Le fastidiaba la gente que solo se fijaba en la cifra bancaria de los demás, poco faltaba para que le cuestionaran en efecto, cuánto dinero tenía. Se alejó del grupito que le provocó una punzada de dolor en la sien y con whisky en mano, deambuló por los alrededores de la terraza iluminada por los focos instalados en el suelo y las proyecciones de sus edificios vecinos.
Tras el ensayo de más de una hora en la cual nada salió como la novia esperaba, se dieron un respiro para disfrutar de las panorámicas que los espectaculares paisajes urbanos ofrecían a los alrededores del histórico jardín cuidado perfectamente, una espectacular piscina reflectante y una elegante fuente se admiraba en todo su esplendor; el Rockefeller Center y la Catedral de San Patricio con sus altas torres y su blancura impoluta: era un espacio abuhardillado extraordinario, pero clásico, iluminado por ventanas de pared a pared que inundaban el área interior con luz natural. La resplandeciente ciudad bajo sus pies, que jamás paraba.
Harrison admiró la magia, la serenidad y el romance tan íntimo que tenía sobre la Quinta Avenida, apoyando parte de su cuerpo en la barda baja del edificio y sosteniendo el grueso vaso de vidrio entre las manos, pensativo. Quería estar en casa, en su hogar y sin la necesidad de comportarse agradable con quienes no conocía en absoluto y que, en definitiva, no aguantaba. Se pasó los dedos entre los dorados cabellos, cuestionándose el porqué de haberse vuelto tan intolerante con las personas, quizás era por eso, porque prefería sumirse en su propio mundo y no ser partícipe del de los demás.
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Editado: 24.10.2023