Astrid
Que asco me doy, ni una simple explicación quise darle. Sólo escape despavorida por toda la calle y por poco me desnuco en la banqueta, pero tengo mis razones para evadir los hospitales a toda costa. Pensar que detrás de cada simple puerta hay una persona rota, probablemente veras a personas que no sobrevivirán más de un mes, o pocas semanas; la zona de urgencias y cuidados intensivos es lo peor del mundo, toda la pesadez y la melancolía se va junto al viento, sientes el peso del remordimiento hundiéndose en tu pecho sin permitirte respirar.
Los días que duramos en la funeraria esperando fueron dos, dos largos y tediosos días. El último fue el peor de todos, era un jueves y un segundo cuerpo se fue a quedar en la otra punta del lugar. Nadie salió de allí en todo lo que perduro el cadáver dentro, ya el viernes pudo realizarse el sepulcro y no hubo inconvenientes, salvo que la noche anterior no logre pegar los ojos en ningún momento.
Decidí quedarme a dormir la última noche acompañándolo, no estaba lista para dejarlo ir así que busque un sillón desocupado donde poder pegar pestaña y hacer pasar las horas veloces. Pero no contaba con un chico que también estaría del lado contrario, él era hijo del cuerpo que velaban; por sus murmullos me pareció escuchar que era su madre. Era muy joven, casi un niño.
Respiraba cortadamente y se tragaba sus sollozos para no hacer ruido, aunque yo lo escuchaba perfectamente. Duro en ese estado horas hasta que deje de escuchar lagrimeos de su parte, literalmente lloro hasta quedarse dormido, me dio tanto para pensar que cuando bajaban el cuerpo de mi hermano no pensé en él, sino en lo injusta que era la vida para todos. Lo horrible no es morir, no le tengo miedo a un día amanecer y estar acuchillada con la sangre por todos lados; me da pánico que la gente se vaya, me da miedo no saber que es de ellos ahora y si es que me siguen recordando.
Si es que el cielo, el alma o la energía no existe, ellos tampoco lo hacen, ellos ya no viven y por tanto todo el tiempo que estuvimos juntos fue en vano, al igual que el día en que yo muera, ya no habrá importado quien fui, ni lo que hice, a quien salve o si era feliz, sólo dejare de ser y olvidaré. Si tuve una charla divertida con un amigo y nos divertimos de una forma inolvidable, a menos que lo tallemos en piedra, él morirá y yo moriré, por tanto el recuerdo no será si quiera un recuerdo, no será nada.
Estaba a punto de saltar la cerca que da entrada a mi hogar, pero la indiferenciable voz de Daniel me golpea en el oído.
—Astrid, tienes que acompañarme, no preguntes— Dice antes de tomarme del brazo y llevarme, no estoy segura de donde llego, estaba concentrada en mi filosofía retorcida y mi tanatofobia que no lo escuche llegar.
—¿A dónde o qué? Tengo asuntos que hacer, no me puedes secuestrar así como así—
—Si puedo, no te tomará más de diez minutos— Responde. Tiene una mancha en el cachete, parece ser tinta de pluma. —¿Recuerdas a nuestra vecina?— Interroga mientras me arrastra del brazo, vamos a cruzar la calle.
—Si, la recuerdo, tu ibas mucho con ella. ¿Qué hizo, estamos molestos con la señora Mona?— Respondo con otra pregunta. Él va fijo en su objetivo, la casa de la vecina.
—No y si. Quiero que toques a su puerta y le preguntes si tiene "Indometacina", si te quiere dar otra cosa la mandas a la mierda ¿Vamos bien?— Exclama con severidad. Me está usando como una tierna carnada de niña para que no lo ignoren, suena razonable.
—Eso es para la artritis... o algo así. ¿Tu para qué quieres eso?— La pregunta parece molestarle.
—No necesitas saberlo, por favor, me urge— Señala a la casa de la señora. Seguro ya intento antes y lo mando a ya sabemos todos donde.
—¿Tienes artritis Daniel? Esa cosa es recetada, te vas a envenenar, luego no digas que no te lo advertí— Exclamo.
—No es momento para tonterías, soy muy joven para morir de una pastilla, eso le pasa a los viejos. Creo que es obvio que no tengo una receta, y aún más obvio que estoy con prisa— Dice dándome un ligero empujón por la calle, él se esconde detrás mío esperando a que toque a la puerta. ¿Ella vivirá sola? Nunca había llegado a ese punto de intimidad con los vecinos, seguro la mayoría de la gente no sabe de una quinta persona viviendo en mi casa, esa persona soy yo.
Camino por el sendero de piedra hasta la puerta, no sé ni siquiera lo que diré, ¿Qué pasa si me pide explicaciones? Tendré que decirle la verdad, a pesar de que él vaya a molestarse; ¿Pero que diablos? Si yo le pidiera a él que me trafique pastillas con los vecinos me denuncia sin pensarlo, y por supuesto, no me trae las benditas pastillas. A menos que sean para mamá... eso no lo pensé, pero sería raro que no haya dicho nada.
Toco tres veces en la puerta de madera y a lo lejos escucho gritar —¡Voy!—
Después de unos minutos ella abre la puerta y hace un gesto de sorpresa al verme. Es una anciana de 73 años, delgada y arrugada, pelo con canas y lentes para leer. A ella si puedo creerle que necesite pastillas para la artritis, no hay sospechas al momento.
—¡Hola señora! Que gusto verla, venia a preguntarle por algo en específico— Voy directo al grano, no quiero que crea que vine a charlar mucho tiempo, tengo muchas cosas por hacer.
—¿Tu eres la hermana de Daniel cierto? ¡Son idénticos Dios santo! Si no llevo mis gafas juro que te llamo por su nombre— Suelta la carcajada. Me rio con ella, pero no se si preocuparme por el tamaño de mis hombros, tampoco somos tan idénticos, o por lo menos digo yo que no. Evadiendo que él tiene la nariz un poco más filosa y los ojos de mayor tamaño, del mismo tono oscuro que los míos, pero sus pupilas son grandes y los ojos más redondos.
Pelo negro, pálido y alto, idéntico a mí. Sólo que por los genes los hombres tienen a desarrollar canas más rápido, por lo que sus raíces tienen espacios blancos, casi imperceptibles desde lejos, pero de cerca aparenta un poco más de edad que tiene; 19 años y aparenta 23 casi 24, a pesar de estar 4 años encima de mí solamente.