Eran las nueve y media de la noche. Las noches seguían siendo frías a finales del mes de septiembre. Y también seguía lloviendo. «Vaya nochecita me espera», volvió a pensar Sandra. Estaba otra vez aparcada justo enfrente de la casa de Andrea. La única diferencia con el día anterior era que hoy tenía un resacón de caballo. Sandra no recordaba con nitidez en qué momento Andrea consiguió convencerla para que esta noche intentaran colarse en el crematorio. Tenía alguna que otra laguna, pero sí se acordaba de que bailó Like a Virgin, de Madonna, subida en la mesa y que se durmió en el sillón viendo un capítulo de South Park. De eso, lamentablemente, sí se acordaba. Y no era lo único. Andrea también bailó encima de la mesa Wannabe, de las Spice Girl, y las dos cantaron a pleno pulmón Entre dos tierras, de Héroes del Silencio, utilizando los mandos de la tele a modo de micrófonos. La mezcla del canal de éxitos de los 80 y 90 con el alcohol había hecho estragos. Sandra se despertó a las doce de la mañana en el sillón beis. Andrea no estaba, pero le había puesto una almohada debajo de la cabeza y le había arropado con una manta. Supuso que estaría durmiendo arriba, en su cama. Se levantó y pudo notar que todavía estaba borracha. Las pocas horas de sueño no habían sido suficientes para eliminar todo el alcohol del cuerpo, así que decidió irse a su casa rápidamente antes de que la inevitable resaca hiciera su aparición.
Germán la vio aparecer a través de la mirilla. Miró el reloj: las doce y media de la mañana. Estaba empapada. Tuvo que aparcar lejos y no paraba de llover. Nora salió corriendo a recibirla moviendo el rabo enérgicamente.
—Lo siento, cariño, ¿me has echado de menos? —murmuró Sandra con la voz bastante tomada. Comprobó aliviada que la perrita ya había hecho sus necesidades en la cocina—. Menos mal porque no me apetecía nada bajar a pasear. Ni a ti tampoco, ¿verdad? Claro, con la que está cayendo… —le dijo mientras la achuchaba.
Echó toda la ropa en la lavadora y se metió directamente en la ducha. Sobre las dos y media sonó el timbre de la puerta. Sandra se encontraba tirada en el sillón desde que salió del baño. La resaca había llegado, y no venía de paso, venía para quedarse. Se arrastró hasta la puerta y miró por la mirilla. Ahí estaba el bueno de Germán con un plato humeante sobre ambas manos.
—No sé por qué me molesto en mirar, si ya sé quién es —murmuró. Abrió la puerta—. Buenos días, Germán.
—Buenos días, Sandra. Es que…, perdona, pero es que te he oído llegar hace un rato y hemos pensado que quizá no te hubiera dado tiempo a cocinar nada y, bueno, que mi madre ya sabes cómo es y me ha dicho que te traiga esto —tartamudeó.
La madre de Germán se asomó de repente al umbral de la puerta.
—Hola, Sandra. ¿Qué tal estás?
—Buenos días, Antonia. No tenía por qué haberse molestado, de verdad.
—No es molestia, mujer. Ya verás qué ricas están. Tú come, que te veo muy delgada últimamente. Cada vez te vas pareciendo más a tu abuela Victoria, que en paz descanse.
Sandra pensó para sí: «¿Qué aspecto debo tener para que le recuerde a mi abuela?».
—Pues muchas gracias a los dos. La verdad es que no tenía nada hecho y tampoco pensaba ponerme a cocinar, así que os lo agradezco mucho. Mi madre siempre me dice que os dé recuerdos cada vez que voy.
—Mándale un beso de nuestra parte también. ¿Qué tal está?
—Bien. Estamos todos bien. Como siempre, tirando.
—Bueno, pues, hala, come, que se te va a enfriar —dijo mientras se metía para adentro.
Germán le entregó el plato envuelto en papel Albal con una sonrisa complaciente. Hizo un amago infructuoso de comenzar una conversación paralela a la de su madre, pero, al darse cuenta de la nula disposición de Sandra, se dio media vuelta y desapareció tras la puerta de su casa.
Las judías pintas con arroz de la señora Antonia devolvieron a la vida a una moribunda Sandra, que se metió en la cama con la esperanza de dormir un poco. Alargó el brazo para sacar su móvil del bolso y abrió WhatsApp.
Sandra:
Oye, Raquel, que hoy no podemos quedar al final, tía. Tengo que trabajar esta tarde en la clínica, mañana te llamo y te cuento.
Emoticono de labios besando.
Comprobó el resto de los chats. Tenía unos cuantos mensajes de Marcos, los habituales de su madre, un par de vídeos chorras de su hermana y uno muy largo de Andrea.
Andrea:
¿Qué tal? Supongo que te fuiste para casa, ¿no? Anda que me has avisado. Bueno, escucha: ¿te acuerdas de que antes de salir de la cocina del loco me guardé unos botes en la mochila? Pues agárrate. Contienen un kilo de cocaína cada uno. Flipas. Cuatro kilos de cocaína. Ahora me explico por qué nos persiguió de esa forma. Tuvo que darse cuenta de que nos lo habíamos llevado. Pero, tranquila, ya me he deshecho de ellos. Lo bueno es que, si por casualidad consiguió distinguir la matrícula, no puede ir con el cuento a la policía. No puede presentarse en una comisaría y denunciar que han entrado en su casa y se han llevado cuatro kilos de cocaína. Ahora se va a tener que joder y mantener la boca cerrada.
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Editado: 12.12.2021