Una vez que el público prosiguió su andar y abandonó el lugar, Sábrini y el chico se soltaron y se presentaron. Ella descubrió que el muchacho, que era pelinegro, respondía al nombre de Keissart Volkov. Él le contó que estudiaba en la universidad, por lo que dedujo que él debía tener veinte años.
Él, por su lado, creyó que Sábrini tenía rasgos delicados que la hacían ver bastante bonita. Y cómo no, si ella era dueña de unos ojos verdes y de un precioso cabello castaño largo y liso, su piel se podía notar que era suave. Se percató de que era de contextura delgada y de estatura media, pues él era más alto que ella. Ambos se despidieron de la vendedora, después de que ella compró la estrella, y él solo le hizo compañía porque no encontró velas de color blanco, pues se habían agotado ayer. Como se hacía tarde, él se ofreció a acompañarla hasta su hogar, a lo cual ella accedió porque no le pareció una mala idea. Caminaron por la alameda de pinos mientras conversaban.
—¿Te gustó el beso? —Keissart se detuvo, porque quería ver la reacción de Sábrini.
La chica se detuvo porque vio de reojo que él también lo hizo. Pero no contaba con esa pregunta sacada de la misma nada. Los rubores invadieron sus tiernas mejillas haciéndola ver adorable, o al menos eso creyó Keissart en ese momento.
—Quizás sí o quizás no —dijo Sábrini con tono coqueto.
—Oh, vamos. Esa no es una respuesta —se quejó el chico tomándole el brazo.
—¿Ustedes son los jovencitos que se besaron bajo ese muérdago? —dijo una voz desconocida por ambos.
Se trataba nada más ni nada menos de una anciana, la cual llevaba un chal de lana y ropas abrigadoras. Tenía su cabello blanco y arrugas debido a la edad, que aparentaba tener entre sesenta y cinco años. Era de baja estatura.
—Sí —dijeron al unísono observando a la mujer de edad.
—En mis tiempos se rumoreaba que aquella pareja dichosa que se besaba bajo un muérdago por azares del destino se enamoraría para siempre. Y la única forma de que pudiesen dejar de sentir ese cálido enamoramiento, es si una de las partes bebía el ponche prohibido, ese brebaje que todos saben que existe pero que nadie menciona.
Después de decir eso, la anciana se alejó de ellos dejándolos pensativos. Sábrini y Keissart disimularon su incomodidad mirando el suelo, cada uno estaba ensimismado en su propio mundo pensando en cosas asociadas a lo que la ancianita les había comentado.
Keissart propuso seguir su camino junto a la chica. Ella aceptó sin mirarlo a la cara. Para Keissart, que había sido un mujeriego insufrible y un patán con las mujeres, no podía parar de darle vueltas a lo recién comentado. Es decir, si él salía con una y otra chica, era porque sentía una gran carencia en su interior que era, según él, imposible de llenar. No hasta que conoció a Sábrini y sintió como ella iluminaba su inhóspito corazón, era como si este fuera una coraza de un diamante y Sábrini fuera la encargada de romper esa coraza para mostrar el diamante. Pero claro, todo eso eran cosas que él creía porque se sentía influenciado por el mito. Aunque por algún extraño motivo, moría por saber si a Sábrini le pasaba lo mismo que a él.
Ella no creía que pudiera ser cierto lo anterior, pues era imposible que por besarse bajo un muérdago con alguien desconocido pase todo lo asociado al enamoramiento. Ella no era ingenua, al contrario, era escéptica a esos mitos baratos que la gente rumoreaba para tener algo de que hablar. No obstante, admitía que dicha caricia fue algo impresionante, ni con el primer beso con su exnovio logró sentir algo tan intenso. Era consciente de que ese chico tan misterioso le atraía, es decir, quién podría escapar de esa mirada tan hermosa y azul, pero era creer eso porque así le dictaba su corazón o bien, porque solo se sentía influenciada por lo que había dicho la anciana. No le dio más vueltas al asunto, porque sabía que mientras más lo pensase descubriría sentimientos encontrados que prefería omitir para siempre si es que eso se podía hacer.
Caminaron en silencio, observando el ambiente que mostraba tiendas especializadas del lado opuesto a la gran alameda, edificios y un par de restaurantes. Para esas horas de la noche que no pasarían las nueve, se podía ver un gran número de transeúntes, de seguro estaban así por las vísperas navideñas. Ya que, en otras épocas del año el ambiente era otro. No había multitudes y las calles estaban silenciosas. No como ahora. Se acercaban cada vez más al internado de la chica.
—Sábrini —Keissart se detuvo porque estaban frente a unas rejas que pertenecían al internado de Brundalia—. Dame tu celular.
Ella dudó, pero vio cierta determinación en sus ojos que le hizo creer que él no saldría corriendo por ahí para robárselo. Por tanto, se lo entregó. Él lo tomó, le escribió su número de celular y se lo devolvió.
—Llámame cuando quieras —dijo Keissart guiñándole un ojo.
La chica asintió ruborizada. Se quedaron observando como si su vida dependiera de esa acción y parecía que sus latidos se sincronizaban, pero como no todo era color de rosas, ambos desviaron su mirada hacia las personas que estaban dentro de la reja pues llamaron la atención de Sábrini y de Keissart, porque un chico de cabello rubio y tes pálida, que vestía una chaqueta de cuero café y unos jeans, salió de la puerta de la reja y la abrazó.
—¡Aquí estabas! Lamenté tanto que no te haya podido acompañar.