Estamos al borde del abismo,
cada vez más lejos de la luz del día.
Pedimos ayuda constante a los demás,
en un grito silencioso lleno de palabras,
y aún así, nadie quiere o puede oírnos.
Nada de lo que hagamos sirve,
porque no hay nadie andando por ahí.
Estamos solos en un mundo
lleno de personas invisibles,
que tienen vendas en sus ojos,
barbijos en sus bocas,
y audífonos en sus oídos.
Solo nos quedan fantasmas,
a los cuales les tenemos miedo.
A ellos recurrimos eventualmente,
cuando ya no queda alguien,
que de todos modos
es casi siempre.
Nos ahogamos con nuestra propia voz,
queriendo batallar para alcanzar
una superficie que parece de cuentos,
porque no hay nadie que nos ayude,
y si estiran la mano solo nos hunden.
No hay almas vivas en este desierto,
solo una persistente briza de lamentos.
Entonces quedamos únicamente nosotros:
mis fantasmas y yo;
míos porque son parte de mí.
Los he creado con el pasar de los años,
con miedos, tormentos,
tristeza y dolor.
Habitan en todos los espacios,
a donde voy, ellos van;
cuando pregunto, ellos responden,
si estoy sufriendo, ellos me consuelan.
Me aconsejan en todo momento y lugar.
Termino aceptando
que somos iguales;
uno o una, eso es lo de menos.
Humanos, fantasmas,
personas, entidades.
Ya nada de aquello importa
porque somos lo mismo.
Nos fundimos en el desespero,
por hallar a alguien que comparta
las mismas dolencias y experiencias,
de lo que la vida nos dejó.
Estamos al borde del abismo,
al borde de la perdición.