Blake
Máreda había quedado atrás, pero seguía latiendo en mi corazón. El mundo después de mi hogar parecía un lugar sombrío. Cualquier lugar que no fuese mi hogar lo era. En Máreda habíamos logrado encontrar el lado cálido de la nieve, aun en los inviernos más crudos. En Máreda estaba gravada mi esencia, en cada calle del mercado donde mi risa sonó como un eco.
Mis mejores recuerdos se albergaban en mi pueblo, en Esgolia. Allí la vida era simple y acogedora. Las posibilidades de que cualquier mal exista desaparecían en todo Máreda; allí, las preocupaciones cotidianas se resumían a un plato de comida caliente al final de una jornada de trabajo. Eso era todo. Máreda me había acostumbrado a su simpleza, y ahora, lejos de mi tierra, tenía que aprender a contemplar la otra cara de la moneda.
No sabía nada sobre el sitio donde me encontraba. Menos idea tenía aún sobre los Helus, sobre Valdimor y la magia. Me sentía sedado, pero dudaba que esta vez Andrew tuviese algo que ver. Había reparado en tantos nuevos términos y en tantas nuevas posibilidades que ahora mi mente se sentía vacía. Aun no entiendo como llegué hasta la bóveda, supongo que mis pies actuaron por sí mismos siguiendo al resto de mis acompañantes. Todos permanecieron mudos, tensos y visiblemente expectantes.
La llama blanca, el orgullo de los Helus, permanecía oculta en las entrañas del castillo. La protegía una bóveda que según Remus, el Rey, repelía todo tipo de magia. Supe que tomaron esa determinación en cuanto la llama comenzó a debilitarse. Los hechiceros más prestigiados de todo el reino fueron los encargados de proteger el recinto con los más poderosos sortilegios. Aun así, a pesar de todas las medidas establecidas, Remus no volvió a dormir tranquilo ni por una sola noche; pues sabía que se enfrentaban a un poder astuto, y temía que el mal pudiese encontrar cualquier falla en la protección, infiltrándose y acabando finalmente con el poder blanco de los Helus.
Una estructura en forma de cúpula invertida levitaba en el centro del recinto. Las cuatro paredes que la rodeaban estaban provistas de al menos un centenar de antorchas. Aun así el ambiente era gélido como el exterior del castillo. No vi la débil llama blanca hasta que estuve lo suficientemente cerca, después de posicionarme donde me indicó el propio Rey. Quedé impresionado cuando observé el techo. Una llamarada escarlata se arremolinaba sobre la cúpula, propiciándole de este modo el calor suficiente a la débil llama para aplazar el suplicio.
—Es imprescindible que utilices el Vislazar —me indicó el Haldar.
Había guardado la espada dentro de la vaina después de que Remus la analizara. Cuando me fue devuelta me sentí extrañamente aliviado. El gravado de la hoja resplandeció de un modo extraordinario cuando entró en contacto con el débil resplandor que propiciaba la llama blanca. El mango labrado refulgió y una ola de calor me invadió de pies a cabeza. Los vellos de mis brazos se erizaron y me sentí capaz de hacer cualquier cosa.
Sabía que temblaba debido al nerviosismo, pero pude sentir, además, como si la espada latiera. Apreté el mango con el puño y respiré hondo. A continuación, extendí la mano sobre la llama y dejé que la hoja rozara con suavidad mi dedo corazón. Una línea roja se dibujó en la yema ennegrecida por tantos años de trabajar la tierra. Las gotas de sangre se asomaron con timidez y comenzaron a caer una a una sobre la llama.
Al principio no sucedió nada. El Rey, impaciente, comenzó a caminar de un lado a otro, haciendo que sus pasos retumbaran por todo el lugar. El rostro de Andrew se ensombreció y el Haldar permanecía pensativo, observando la escena con suma atención. La última gota de sangre se desprendió de la herida, y entonces sucedió la magia. El suelo tembló por debajo de nuestros pies, la llama blanca brotó como un torrente hasta tocar el techo, eliminando el hechizo que antes la protegía. Ahora se veía como un auténtico símbolo de la realeza. Onhira se convertía nuevamente en material de leyenda.
Agradecí estar vivo para poder contemplar ese espectáculo. A pesar del fuerte resplandor blanco no me atreví a cerrar los ojos. La llama se erguía con tal fortaleza que el recuerdo de su pasado deplorable parecía pertenecer ahora a otro elemento. Las puertas de aquella bóveda oscura se abrieron y la brisa apagó todas las antorchas circundantes. Comprendí de inmediato que la cúspide reclamaba su regreso al corazón del castillo.
El Rey agitó suavemente su mano derecha y la cúpula se deslizó por detrás de nosotros, siguiéndonos en dirección a los jardines reales. Mientras caminábamos los pasillos del castillo se fueron llenando del sonido de fuertes aplausos. Los ojos de los guardias se bañaron de lágrimas. Las espadas comenzaron a chocar en todos los salones, produciendo, para mis oídos, el sonido más agradable del mundo entero. La bandera del reino, que estaba a media asta desde hacía varios años, se elevó hasta tocar el cielo. Fue así como la noticia se expandió por cada poblado de aquel enorme reino llamado Nasca. Fue así como cada Helus primero derramó lágrimas de alegría, y después se unió a los festejos que se extendieron durante ocho días y siete noches, hasta que llegó la tormenta.