El resto del día estuvieron de un lado a otro en busca de las procesiones, sin necesidad de tener que esperar a toda la comitiva de nazarenos que acompañaban a los pasos. Sin embargo, llegó un momento en el que Raquel no era capaz de ver más allá de sus lágrimas. Recuperar algo tan importante para ella a nivel espiritual y artístico estaba colmándola de mucha felicidad. Y la semana solo acababa de empezar…
El lunes habían quedado en verse durante los cambios de cuadrilla. Estaba especialmente emocionada y nerviosa porque sería la primera vez que le vería con el atuendo característico de los costaleros. Le habría tocado ir sola, de no ser porque Cristina y Marisa decidieron acompañarla. No había lugar para otras procesiones ese día, ya que quería sentir que acompañaba, dentro de sus posibilidades, a Julián en su estación de penitencia. En ocasiones adelantaba a su madre y a Marisa para estar más cerca del paso mientras reflexionaba sobre algunas cosas, aunque a veces se lo impedía la cantidad de gente que abarrotaba las calles. De vez en cuando, en alguna de las paradas del paso, escuchaba una saeta cantada desde un balcón cercano. No estaba siendo distinto que el día anterior, ya que luchaba constantemente porque sus lágrimas no resbalaran por sus mejillas.
Cristina y Marisa la alcanzaron cerca de La Magdalena, una plaza que conducía al centro de la ciudad. Allí la vieron abrazada a Julián mientras su cuerpo se sacudía por el llanto. Él las vio y asintió con la cabeza, indicando así que todo estaba controlado. Las dos mujeres observaron desde la distancia la escena.
—Lo siento, creo que esta semana estaré especialmente llorona —anunció Raquel con una sonrisa.
Levantó el rostro para mirarle, aunque con el costal puesto, ya que no le había dado tiempo a quitárselo, apenas podía verle los ojos.
—Tranquila, preciosa. —Julián le dio un beso en la frente—. Se ve que es tan importante para ti como para mí, por eso me encantará vivir contigo esto todos los años.
Bajó la cabeza para besarla y ella le recibió gustosa. Sintió, más que nunca, la magia de ese día en los labios de él, en los musculosos brazos que la abrazaban y en el cálido aliento que penetraba en su boca. Ella, por no aferrarse a su nuca, mantuvo sus manos sobre el pecho masculino y le acarició de arriba abajo deleitándose con cada zona redescubierta.
Cuando Julián se separó, Raquel creyó que había pasado una eternidad en aquel beso.
—Te veré luego en El Baratillo, a ver si comemos algo juntos, ¿vale?
—Nos vemos luego —confirmó la chica.
Volvieron a juntar sus labios en un beso que duró un suspiro y, al marcharse en busca de algunos compañeros, Raquel quedó sola con la mirada clavada en el frente. Aún pasaban nazarenos blancos, aunque le alegró ver que el bacalao ya había entrado en la plaza. A lo lejos escuchó una marcha de la banda que acompañaba a la Virgen y se quedó allí para verla pasar.
Era tan bonita con esa cara entre niña y mujer; y ese manto blanco que, de tocarlo, estaba segura de que transmitiría salud a cualquier persona que lo necesitase. Mientras el paso avanzaba, la chica volvió a sentir esa emoción que no quería alejarse de ella en esos días. Se preguntó qué sucedería entonces durante la madrugá… ¿Sería capaz de rezar el rosario con las lágrimas quemando sus mejillas? Inspiró hondo e intentó no pensar mucho en ello.
···
Esa noche, mientras esperaba en el lugar acordado, se deleitó con el paso de la cofradía. Había acompañado a su madre y a Marisa mientras cenaban, pero ella se negó a hacerlo para acompañar a Julián. Sabía que no estarían solos, que él repondría fuerzas con su cuadrilla, pero no le importaba.
—No has dejado de llorar en todo este tiempo, ¿de verdad estás bien? —preguntó Cristina mientras veían pasar nazarenos, como llevaban haciendo todo el día.
—Pero ahora he parado —aseguró Raquel.
Sabía que volvería a hacerlo en cuanto apareciera el paso por la calle Adriano. Permaneció atenta a los indicadores de tramo en busca del libro de reglas, que marcaba el comienzo del último antes de que llegara el Cristo. Y cuando lo vio aparecer, reprimió un grito de emoción que amenazó con salir de lo más hondo de su pecho. La banda de cornetas y tambores ya se escuchaba a lo lejos y se obligó a pensar en cosas bonitas que no la hicieran llorar. Pero había muchas cosas bonitas que la emocionaban, como el reencuentro con su padre. No pudo evitarlo y lloró por todo lo que había perdido, pero mucho más por lo que recuperó. Y en medio de toda esa confusión, del sonido de los tambores y de la gente mandando a callar, alzó la mirada y se encontró con la del cristo. No apartó su mirada de él hasta que ya no pudo seguir viendo su rostro. Mantuvo sus ojos sobre las figuras y se sintió orgullosa de que Julián, en esos instantes, fuera debajo.
Buscó a su madre para abrazarla justo cuando la marcha daba a su fin y el paso se detenía unos metros más allá de donde se encontraban. Marisa se unió al abrazo animada por las dos y, unos minutos después, emprendieron el camino en busca de Julián. Había conseguido, junto a unos cuantos compañeros, llegar hasta una zona menos abarrotada. Parecía imposible, pero ahí estaban. La chica reprimió sus ganas de correr hasta él y se limitó a sonreír en cuanto los ojos del costalero se posaron sobre ella. ¿Podía sentirse más afortunada?
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Editado: 17.06.2020