A Lucero la conocí en mi primer año de primaria. Fue amistad a primera vista.
Ambas nos hicimos buenas amigas muy rápido, nos gustaba jugar los mismos juegos y ver las mismas series.
Aunque, a decir verdad, no todo era “color de rosa” por ejemplo:
En primero los profesores nos hicieron hacer una pequeña obra de teatro, y nos terminamos discutiendo un montón por que ambas queríamos el mismo papel. Al final yo tuve que ceder.
En otra ocasión, ya en segundo, nuestra maestra nos hizo hacer monedas de papel y llevar cosas para intercambiar con nuestros compañeros con las monedas, como una forma de aprender como funcionaba.
La cuestión fue que una de nuestras compañeras decidió vender una linda muñeca, y tanto ella como yo la queríamos, y nos pusimos a vender y comprar un montón de cosas, pues nos dijo que se la daría a quien le ofreciera más dinero. Ella tuvo que ceder en esa ocasión. Claro, al finalizar la clase todo se devolvió, pero fue un gran logro.
Cuando llegábamos a sexto mis padres se divorciaron, mi padre había engañado a mi madre con su mejor amiga, ahora ellas ni se mencionaban.
—¿Qué pasó Alaia? —me preguntó Lucero al verme llorar, una semana después, ya que los días anteriores la había evitado.
—Mis padres se van a divorciar —dije sin dejar de llorar—, la mejor amiga de mi madre la traicionó.
La miré sin dejar de llorar. Ella parecía conmocionada.
—Luce, prométeme que tu y yo siempre seremos amigas. Prométeme que nunca nos traicionaremos, prométeme que nunca nos engañaremos —sin dudarlo ella extendió su mano hacia mi.
Esa promesa la habíamos hecho antes, pero esta vez me importaba aún más, ahora lo necesitaba de verdad, pues con el divorcio de mis padres seguramente no nos podríamos ver tan seguido.